Volcán

 

Ana María Rodas

 

La densa nube oscura cubría todo. Inmediatamente supe quién era el responsable y me quedé allí, bañándome en arena.

A veces, cuando entraba en actividad, Arnoldo y yo nos íbamos por el camino hacia el Pacífico; de pronto torcíamos hacia la izquierda y el camino empezaba a subir. Dejábamos el carro cerca del rancho de Pedro, lo que era absolutamente imprescindible por razones que se verán después y comenzábamos una ascensión pausada hacia meseta. En aquellos días el cono estaba situado donde debía, y colocando unas ruanas en alguna oquedad del terreno nos acostábamos a contemplar el espectáculo que hacía llover sobre nuestras cabezas los fuegos artificiales más hermosos del mundo

Podríamos haber llegado hacia las once de la noche y sin duda éramos los únicos en aquel paraje. A la una de la mañana, con un desgano increíble, comenzábamos el descenso, parábamos en el dichoso rancho de Pedro conde nos esperaban, siempre, frijoles parados, tortillas y queso. Había que volver a la ciudad, bañarse, mandar a las niñas al colegio e ir a trabajar.

El día transcurría como tenía que ser. Reporteaba y escribía, pero a ratos me regresaba la emoción de aquel penacho de fuego alzándose entre el oscuro y al mismo tiempo diáfano cielo porque, los dioses nos eran favorables, no había humo ni otra clase de velos entre la erupción y nosotros, absortos y agradecidos. Quién nos podrá quitar esas noches fabulosas, asomados a uno de los espectáculos naturales más increíble.

Mi primera subida al volcán, años antes, no fue lo que se dice un éxito. Con Mario Dary habíamos decidido subir todos, pero absolutamente todos los volcanes de Guatemala. La cuestión surgió porque una tarde, subiendo la ladera de Sacsiguán, pegadito a Panajachel, por poco me parto en siete u ocho pedazos al caer. Mario y yo compartimos siempre una tozudez fabulosa y nos íbamos en contra de lo que no salía bien. Entonces, decidimos comenzar por el Pacaya para irnos acostumbrando.

Esa subida por el bosque –un tiempo después, más ducha en los ascensos a veces subía por el Cerro Chino— fue toda una experiencia. Con Mario siempre se aprendía sobre las plantas, los animalillos, las piedras. Nos acompañaban dos personas de una universidad norteamericana; y esta su servidora, creyendo ser ya una andinista experimentada, dirigió el descenso. Terminamos saliendo al camino por Calderas, pero en fin, no era el Everest y no corrimos peligro alguno.

Por alguna de esas razones del corazón, el Pacaya ha sido siempre mi volcán. No favorito ni nada de esas babosadas. Mi volcán. Mío, mío. Quien quiera puede ir a la plaza Berlín a eso de las cinco y media o seis de la mañana y ver cómo sus diversos picos se alzan sobre estratos de nubes bajas. Parece flotar, una especie de castillo quimérico, con aire de inocencia absoluta. Azul y blanco y la paz de esas horas de la mañana.

Con Elena, mi entrañable hermana, trotamos durante muchos años la Avenida de las Américas. Cinco kilómetros de ida y vuelta y esa imagen increíble del volcán emergiendo de entre las nubes divisado a media carrera, justo antes de dar la vuelta de regreso. Inenarrable.

Hace algunos años trabajé en Antigua durante unos meses y ciertamente, la imponencia del volcán de Agua junto al de Fuego y Acatenango era mi primera visión al salir de casa y dirigirme a pie --¡ah lujo entre los lujos!—al trabajo. Viajaba el lunes a Antigua y regresaba el viernes por la tarde. En el primer recodo del camino en el que ya se podía observar al volcán de Pacaya el corazón se me aceleraba. Era ese sentimiento de la amante que va a la reunión pactada. Siempre entré por San Cristóbal para verlo durante más tiempo.

Escribo esto el viernes; anoche, mientras leía, comencé a escuchar un peculiar ruido de lluvia. Salí al balcón y me recibió un baño de arena. La densa nube oscura como obsidiana cubría todo. Inmediatamente supe quién era el responsable y me quedé allí, bañándome en arena de ese color que solamente se encuentra en el Pacífico de Guatemala.

Esta mañana, manejando a treinta kilómetros por hora transité fascinada por una ciudad enlutecida y me di cuenta de que no he escogido mal. Es espléndido, aparenta calma, se deja rascar socarronamente la piel y de repente estalla y cubre el mundo con una capa oscura, espesa, que nos recuerda lo pequeños e inermes que somos.

publicado en http://www.elperiodico.com.gt/es/20100530/elacordeon/154517/

 

n.e: en pocos días, el pueblo de Guatemala se vio afectado por la erupción de El Pacaya, la tormenta Agatha y los agujeros que se abrieron en distintas zonas de Ciudad de Guatemala. Las consecuencias todavía afectan a la región y este texto es testimonio de la perseverancia de la belleza en medio de la tragedia.

 

fotografía: imágenes de internet, seleccionadas por la autora.

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