--sobre El hijo y la zorra de Miguel
Gomes |
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Enza
García Arreaza
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Me permitiré hacer esta reseña sobre El hijo y la zorra de Miguel Gomes (Caracas: Mondadori, 2010) en conjunto con el episodio que la originó. Mi destino y el de este libro quedaron sellados durante una noche en la sala de Emergencias de un hospital: nada mejor para repasar los momentos importantes de la vida que mientras esperas una confirmación de apendicitis. Delirando de dolor y de frío, rodeada de heridos y mujeres llorosas, a mi cabeza llegaron diversos pasajes que resumirían inequívocamente el oficio de narrar y vivir, por ejemplo, pensando en Nabokov: la historia verdadera de una vida también ha tenido que ser contada por alguien, y si es una autobiografía escrita con pluma pudibunda por un personaje sin talento puede parecer muy sosa al lado de una invención maravillosa como el Ulises de Joyce. Dentro de ese contexto, me puse a reflexionar sobre el impacto que había tenido El hijo y la zorra en mí: se trata de un libro de ausencias, pero no en el sentido casi idílico en que el autor usa el término en “El poeta fantasma” –cuento perteneciente a Viviana y otras historias del cuerpo: llamamos fantasma a la felicidad que se pierde o no se obtuvo; pero también, sin entenderlo a las ausencias satisfechas que nos acompañan en la timidez de lo invisible. No sería éste el mejor libro para acompañar una noche de hospital, y sin embargo, allí estaba, haciéndole honor a la omnipresencia de las lecturas definitorias y de las ausencias, no obstante, ya no satisfechas y sin evocación a felicidad. No en vano, un poema de Eugenio Montejo –dedicado al mismo Gomes-, conceptualiza magistralmente el asunto de esta palabra mística: La gramática de la ausencia
Tres relatos del volumen se concentran de forma directa en la relación entre padres e hijos: “La espera”, “El mundo del silencio” y, por supuesto, “El hijo y la zorra”. Llama la atención la sobriedad con que la tragedia –con esporádicos asaltos de humor punzante- se cierne sobre estas tres historias, donde no es azar que nunca sean los hijos los que cuentan, pero sí que resulten los ejecutores de un velado –quizás no tan velado- pase de factura. El divorcio, la sordera, la viudez: artificios manejados con maestría por estos héroes de pacotilla que acometen abandonos para fundar ciudades en el aire, que la mayoría de las veces viven su espacio correspondiente desde la remembranza de otro tiempo(1), para salir a cualquier parte, como reza el poema de Montejo. A menudo, esto es lo que sucede con los personajes de Gomes: más que historias de exiliados, como suele acusarse, nos enfrentamos a la exposición metafísica de ausentes sin remedio –en todo caso, exiliados de su propia familiaridad-, gente que asiste a la vida desde la carencia, desde esa extraña bilocación que se sucede al estar en la vida misma –con hijos, esposas y trabajos- y en la vida de sombras que secretamente mueven los impulsos del ser: pueden ser esperanzados o desgraciados, pueden tener afanes mortales o poco comunes, pueden amar sin sentido u odiar sin límite. Así define Antonio López Ortega a los hombres y mujeres de este libro. Irreversiblemente, una noche en Emergencias –donde una mujer suicida llega en brazos del marido infiel- hace radiografías de las ciudades en que vivimos y en que vamos a morir. Entre tal Génesis y semejante Apocalipsis no queda más remedio que rendirse a la autenticidad de la imagen devuelta por el espejo. Cualquier historia narrada es ontológicamente una consecuencia, o mejor aún, una extensión de la conciencia prerreflexiva. Aquí nos sale al paso Heidegger cuando indica que un arriba y un abajo se refiere, sobre todo, a un piso y un techo. Porque todo relato se parece a algo que ya hemos visto. No se puede entender la ficción como una creación o discusión a partir de la nada, y esto es lo que recalcan estos cuentos, a los que sumamos “Cuento que da cáncer”, “Berlín 2001”, “La novia del plata” y “Bernardo”. Con ellos nos remitimos a una historicidad compartida: ésta que nos permite reconocernos en la obra de arte y conmovernos con ella y lo que más allá del ámbito estético nos proporciona un puente comunicativo con el otro con el que me identifico: el personaje. En manos de Gomes el personaje alcanza niveles de realidad más que conmovedores, vertiginosos. Niveles incómodos, si se quiere. Esta familiaridad es el fenómeno que nos permite hacernos de significados: deseos reprimidos, ejercicio cruel de la memoria, involución, rabia, rabia de la dulce y de la amarga, ausencia que nos pone en cientos de lugares a la vez, para no estar del todo. Un pasaje de “Bernardo” nos pone en evidencia: La última vez que fuiste al cementerio te sentaste sobre un sepulcro muy blanco y te quedaste mirando por horas el Mediterráneo, pensando, curiosamente, no en tus padres o su vida; no en tus hijos o su vida –ni en la de tu mujer o la tuya–, sino simplemente en lo lejos que estaba Caracas; lo desperdigadas que van quedando las ciudades donde crecemos o creemos que somos únicos y existimos; la luz porosa que las recubre cuando las recordamos o soñamos que vamos a volver a ellas. Pero en realidad no hay manera de volver: las ciudades van borrándose a medida que las vivimos; se transforman en leyenda en cuanto sacamos de sus inmediaciones las dos o tres ausencias que llevamos en el equipaje. Una memoria entre dos crepúsculos, y enseguida la tiniebla en la bóveda del cielo: millones de estrellas en una espiral barrada, fulgor de leche en el firmamento oscuro. En suma, no es precisamente El hijo y la zorra lo que una profesora denominó “lecturas de playa”. Tampoco es el libro más idóneo para esperar una confirmación de apendicitis: la enfermedad sólo es el camino más corto para pasar factura a los ausentes. Nos encontraremos frente a un libro de reinos perdidos y bestias por domesticar. Entre una sana erudición y una narrativa elegante y precisa, nos otorga momentos de encierro y fuga. Dejemos, pues, que sea la voz de Gomes quien relate la historia de una vida verdadera. El que esté libre de pecado, que tenga cuidado de no pegar la piedra contra el espejo. _____ (1) Si Kant define al espacio como el sentido externo y al tiempo como sentido interno, Gomes por su parte los iguala en el sentido de la ausencia que funde en uno solo a ambos sentidos. Tiempo y espacio no obedecen a la norma occidental de la disimulada comprensión del universo: ambos se funden en una superstición cruel. Enza García Arreaza. (Puerto la Cruz, 1987). En 2004 obtuvo el VII Premio literario Cuento contigo de Casa de América, Madrid. El cuento fue publicado en la antología Cuento Contigo editado por Siruela. En 2007 gana el V Concurso para autores inéditos de Monte Ávila Editores con el libro de cuentos Cállate poco a poco, publicado en 2008. Incluida en la antología De la urbe para el orbe de Alfa Editorial y en la antología Zgodbe iz Venezuele (Historias de Venezuela) de Sodobnost International. En 2009 obtiene el III Premio Nacional Universitario de Literatura con el libro de cuentos El bosque de los abedules, publicado por la editorial Equinoccio.
fotografía: por Manuel Sardá, tomada de El Nacional
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