Crónica

 

Días in extremis

Arturo Almandoz

 


1. Trasuntando algo de la relación cósmica que Gaston Bachelard viera entre los dramas del universo y de la casa, la muerte de mamá se me fue anunciando, desde muchos meses antes, en las alteraciones de nuestra domesticidad, las cuales eran para mí, hombre de rutinas y ritos desde mi niñez faldera, cataclismos que prefiguraban un tiempo desahuciado por venir. Nunca como entonces barrunté la importancia de la espera de la muerte que realzara el segundo Heidegger, a la escucha de Hölderlin y Rilke, como rasgo de la existencia humana en cuadratura, junto a la tierra, el cielo y lo sagrado. Como ocurría con la democracia venezolana que fenecía a la sazón; al igual que la civilidad y la vida pública mermadas a diario en las calles de la Caracas roja, la proximidad mortuoria era presagiada en señales que indicaban, a través del ensombrecido plexo de cosas y de ritos de nuestra cotidianidad, la inminencia de una era de desamparo en nuestra existencia familiar acéfala, sobre todo la mía, huera la más acaso al mamá partir.

Podría decir que la muerte nos había acompañado desde hacía mucho, por supuesto: desde los más patentes lances de las hospitalizaciones y operaciones innumerables, ora en el Hospital de Clínicas Caracas o el Centro Médico, ora en la clínica La Floresta o la Méndez Gimón, según las dolencias y los doctores de turno. Más que la acechanza de la muerte en esos días hospitalarios en que todo parece suspenderse, como en la epojé gnoseológica de Descartes y Husserl, veía su rostro más avieso en los ratos de recobrada tranquilidad de nuestra existencia, cuando sentía empero cómo el peso de aquélla iba restringiendo la movilidad de mamá, limitándola tanto en lo público como en lo privado. En lo que quedaba del primero, como una integrante más del cortejo de enfermeras y choferes que debía acompañar cualquier salida de mamá, del cobro de la pensión en el banco hasta las consultas médicas, la muerte era infaltable en algún asiento del carro o alguna silla de consultorio, como un convidado de piedra sacado del drama de Tirso o de una película de Bergman.

Pero la sentí más cerca que nunca el domingo de Ramos de 2006, al llevar por la nochecita a mamá a la iglesia de La Chiquinquirá, en La Florida, en la que creo fue su última salida. No había sido éste uno de sus templos habituales, a diferencia de La Candelaria de su soltería y de su boda, o del padre Claret en San Bernardino, donde sus hijos se habían casado y sus nietos comulgado; pero en nuestros paseos dominicales de sus años seniles, descubrimos que el portón lateral de la mole románica permitía ingresar a mamá, con menos dificultad que en otras iglesias, con la andadera primero y la silla de ruedas después. No pudimos empero esa noche ni siquiera entrar, no sólo por la disnea de mamá y la rigidez de sus piernas, que parecían entumecidas por su propio temor ante lo que se avecinaba, sino también porque, según nos dijeron algunos feligreses aglomerados en el estacionamiento, acababan de matar a un palmero de Chacao en las inmediaciones del templo, por reyertas políticas al parecer. Sólo alcanzamos entonces a adquirir las palmas benditas que solía mamá ofrendar ante el inmenso cromo de la virgen de Coromoto, impreso en la tipografía Vargas, que ha presidido la entrada a nuestra casa, en lo alto de San Bernardino, desde que nos mudáramos en 1963.


2. Y fue sobre todo en esa casa, envejecida como ella, donde el tránsito de mamá hacia los días in extremis se hizo para mí más punzante, rodeado por el llanto de las cosas, como dijera el Díaz Rodríguez de Sangre patricia. Más que el toque de la muerte, que silenció su verbo desarticulado en los últimos días de afasia, cuando su voz se ahuecó del todo, después de la sordera de años; muerte que redimió su cuerpo mortificado por la postración agónica, con un patetismo que me recordaba un cristo yacente del Berruguete; que nos aliviaba en el fondo después del desvelado cansancio de las últimas semanas; fue acaso la exhalación ronca de mamá momento menos desgarrador, si cabe, que el diario cataclismo que había conmovido nuestra casa durante las semanas previas, cuando los horarios y los ritos de la cotidianidad doméstica fueron aniquilados.

Jornadas que ya no amanecían con el rechinar de la puerta de nuestra quinta, que mamá se arrogaba, con hidalguía lorquiana, abrir cada mañana, incluso cuando usaba ya andadera o silla de ruedas; se santiguaba entonces frente a la imagen coromotana que vigila todavía el porche, desolado ahora entre mecedores de mimbre y helechos colgantes. Mediodías en que ya no quería siquiera contemplar los lirios en las jardineras y las palmas en los porrones, cuidados con diario esmero por tantos años. Tardes en las que ya no se incorporaba su humanidad cansada sobre la cama, después de la siesta, los antibióticos y los diuréticos, para tratar de ver los titulares de El Nacional, o al menos hojear las revistas de farándula que por décadas la hicieron viajar entre reinas y princesas. Noches en las que no se anunciaba ya su llegada aparatosa, con el repiqueteo de la andadera, para acompañarme en nuestras cenas íngrimas, bajo la mirada de La lechera de Vermeer, que todavía preside la cocina anticuada y ahora luctuosa.

Hasta que llegaron los días in extremis, cuando, rodeada la cama de catéteres con suero y bombonas de oxígeno, los aparatos médicos y remedios, circunstantes por años, cobran presencia estructural y sustancial, como entendí después al visitar la Casa Azul de Frida Kahlo en Coyoacán. Ante su delirio atravesado de improperios temerosos y regresiones a olvidadas voces de su infancia, sólo me consolaba en esos días pensar que, un poco como la democracia del país que ella había ayudado a forjar, a pesar de sus padecimientos de años y de no ser tan longeva, la otrora señorita de La Candelaria, la doñita del San Bernardino de siempre, la anciana de la Caracas roja, había cumplido su ciclo vital y no fallecía en accidente o tragedia. Y ante el arribo de la muerte sin extremaunción, que no nos atrevimos a solicitar, me consolaba, más que nunca, recordar la religiosa orquestación de la Resurrección de Mahler, así como los últimos versos del poema de Klopstock que inspira al quinto movimiento: “¡Para volver a florecer has sido sembrado!”.




Caracas, agosto de 2009
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n.e: con esta crónica el autor cierra su ciclo de crónicas que se titulan Desde lo alto de San Bernardino. publicadas en su totalidad y consecutivamente en el cautivo.

 

Arturo Almandoz. Profesor Titular, departamento de Planificación Urbana, Universidad Simón Bolívar (USB, Caracas) y Titular Adjunto de la Pontificia Universidad Católica (PUC) de Chile, Santiago. Además de 45 artículos en revistas y actas especializadas y 15 contribuciones en obras colectivas, es autor o editor de 12 libros que han obtenido premios de la USB y el Municipal de Literatura (1998, 2004) en diferentes menciones investigativas, así como nacionales e internacionales. Destacan Urbanismo europeo en Caracas (1870-1940) (1997; 2006), Premio de Teoría y Crítica, IX Bienal Nacional de Arquitectura, 1998; La ciudad en el imaginario venezolano, I (2002; 2009), II (2004) y III (2009), premio compartido de Teoría y Crítica de Arquitectura y Urbanismo, XIV Bienal Panamericana de Arquitectura de Quito, 2004. Editor de Planning Latin America’s Capital Cities, 1850-1950 (2002), premio regional 2004 de la International Planning History Society (IPHS), y autor de Entre libros de historia urbana (2008). Ha sido ponente o conferencista en más de 90 eventos nacionales e internacionales, habiendo publicado más de 65 colaboraciones divulgativas en prensa y revistas especializadas. Nivel IV del Programa de Promoción del Investigador (PPI) desde 2007, ha sido profesor invitado de universidades nacionales, así como de la Universidad de Helsinki, PUC, Santiago y la Federal de Bahía, Brasil.

 

ilustración: cortesía del autor

 

 

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