Microcuentos. Miguel Gomes

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Miguel Gomes

PSICOTERAPIA (II)

—En mis sueños hasta el buque fantasma se va a pique.

 

 

 

 

 

 

TARDE DE DOMINGO

Algunas personas se ejercitan en el arte de ser humanas; otras se obstinan en ser parientes.

 

 

 

 

 

 

GENEALOGÍAS

Si hubieses nacido en Grecia, ya serías mitología: el color de ojos de tu abuela; la frente y la nariz de tu padre; la boca de tu madre; las orejas y el cabello, obviamente, de tu tía (que en paz descanse).

Lo más difícil será averiguar si te pareces a ti mismo o si eres, más bien, el monstruo de todos.

 

 

 

 

 

 

UN DIFUNTO A OTRO

—Fíjate, chico: parece que arriba todavía hay uno que practica el realismo.

 

 

 

 

 

 

TABLA DE CONVERSIÓN

Un divorcio equivale a tres incendios, dos temblores y un derrumbe, sobre todo cuando nieva y la madrugada se desploma en el patio.

 

 

 

 

 

 

HISTORIA DE CLAVOS

Un clavo saca otro clavo, sin duda: matrimonio saca amor, divorcio saca matrimonio, cáncer saca divorcio. El cáncer no hay quien lo saque, pero igual es un clavo.

Así nos vamos crucificando poco a poco, y sin derecho a resurrección.

 

 

 

 

 

 

LITERATURA COMPARADA

Harvard lo contrató; obviamente la tenía king size.

 

 

 

 

 

 

(LOS ABAJO FIRMANTES, UN CÍRCULO DEL INFIERNO)

…si se hace justicia, que sea para todos: ¿o acaso al par de italianos ese no debería también aplicársele alguna pena? ¿El voyerismo, señoras y señores, no tiene castigo?

 

 

 

 

 

 

FILOSOFÍA DEL LENGUAJE

Según Bertrand Russell, “nadie puede comprender la palabra queso si no tiene un conocimiento no lingüístico del queso” (“Logical Positivism”, Revue internationale de philosophie 4 [1950]: 1-18; cf. p.3).

Que alguien me explique, entonces, por qué comprendo la palabra infierno.

 

 

 

 

 

 

DECLARACIÓN DE PRINCIPIOS

Denigraron de mí y los de mi especie; insultaron a todos los míos y a mi descendencia; me escupieron, patearon, empujaron. Alguien se lavó las manos después de rozarme. Fui el fracasado, la víctima de siempre, el idiota del barrio. Y me postergaron.

Por eso aprendí a bailar.

 

 

 

 

 

 

LO QUE FRANZ NO PUDO CONTAR (II)

Al despertarse esa mañana después de un sobresaltado sueño, Gregor Samsa se halló convertido en su padre. Por supuesto, ya había cumplido los cuarenta.

 

 

 

 

 

 

MITOLOGÍAS

La cafeína comienza donde el mito acaba. Un día Narciso se despertó bruscamente mientras se contemplaba en la superficie del café: la imagen que vio allí era la de sus hijos. Iba a asombrarse, pero ni siquiera tuvo tiempo para eso: a las 8.34 a.m., el autobús escolar estaba a punto de pasar. Se bebió la imagen de un trago, tal como se bebería todas las otras, y salió del apartamento, todavía anudándose la corbata, arreando muchachos.

 

 

 

 

 

SOMOS CUENTOS

Somos contos contando contos
PESSOA

Me llamo Yo, pero no soy el que está escribiendo estas líneas. Él ha asumido la responsabilidad de pagar una hipoteca, las mensualidades del auto, las tarjetas de crédito y se esfuerza en no atrasarse con la luz, el teléfono, el agua. No quiere mencionar lo que le cuesta a la semana la guardería de la hija mayor ni lo que en los dos últimos meses ha tenido que invertir en pañales y fórmula láctea para los gemelos que le nacieron con un mes de anticipación. Su mujer se ha recuperado de la cesárea, pero trasnocharse, igual, no es fácil.

Las vacaciones del que escribe pronto se acabarán. El lector puede adivinar el estado de ánimo en que se encuentra, preparándose, luego del permiso posnatal, para regresar a las rutinas, al toma y daca de clientes, secretarias y colegas. Lo más difícil es figurarse qué siente acerca de la noticia que una llamada de larga distancia acaba de darle: en la habitación de un hospital, en un país lejano, su padre espera impacientemente a la Muerte; en un rincón, silencioso, un Cáncer de largas barbas se ha sentado a velarle el sueño.

El que no es Yo trata de materializarse en aquel lugar remoto, pero por supuesto no logra sino ejercitar su imaginación con la fantasía de acompañar a la madre y reconfortarla mostrándole fotos y hablándole de los nietos, y con la fantasía paralela de contarle al padre la misma historia, suponiendo que este aún estuviera consciente para entenderla.

Como todos los seres humanos, o la mayoría, el que no es Yo lleva ese peso a cuestas: está embarrado de vida y muerte. Ni las tristezas ni las alegrías lo dejan pensar con claridad porque, en el fondo, le consta que incluso los pensamientos son afectos (con delirios de grandeza). Nunca tendremos suficiente lucidez; no nos saltaremos las agonías ni dejaremos de lado, con aires de distracción, el último estertor del hombre que se aferra a las sábanas como si de algo le valiera.

Yo también sostengo esa pesada carga, pero solo de palabra. No es lo mismo decir que uno cambia un pañal que, en efecto, hacerlo, cediendo a los olores de la colonia, la vaselina y los excrementos. No es lo mismo hablar de la Muerte que saber que ella se ha instalado en nuestro origen y aguarda sin agobio a que nos presentemos. Su sonrisa, al final de todo, será espléndida: la eternidad abrirá en ella sus grietas.

El Yo que soy, a diferencia del que escribe estas líneas, no pone en duda que sus circunstancias sean ficticias. Me parece bien que haya dejado de ser ingenuo: cualquier Yo al que se refiera será uno más de sus inventos.

 

 

 

 

 

 

VOCACIONES

Vea usted lo que son las cosas. En la vida tenemos que escoger, enfrentarnos a las decisiones más odiosas; y, por delante, uno lo que normalmente encuentra son caminos que se bifurcan. Que si a la derecha o a la izquierda. Que si esta novia o la otra. Que si quedarnos en este país o regresar a la tierra de nuestros padres. Que si este trabajo mal remunerado en Manhattan o el que paga todo-el-dinero-del-mundo, pero justo-en-el-fin-del-mundo, en la mitad mismísima de la nada, allá en North Dakota o quién sabe dónde. Yo lo que quería, desde antes de cumplir diez años, era ser escritor. No le puedo describir lo que sentía cuando lo pensaba. Llenaba cuadernos y cuadernos de historias; la mayoría, segundas partes de Stevenson o Salgari, como es natural a esa edad. Después, a los doce, empezó el Homero, y enseguida el Dante, y fíjese usted que hasta intenté escribir una epopeya en tercetos encadenados. Los muchachos hacen cosas de ese tipo; bueno, los de antes: los de ahora, ya se sabe, no se despegan de las maquinitas. Yo era de la época de los libros. Y no había nada más importante, más imperioso. Leía, devoraba libros. Escribía. Por supuesto, a los veinte, uno se gradúa de ingeniero, o de abogado, o de periodista, pero no de escritor. ¿Para qué servía algo semejante? No para sostener una familia. Ingeniero, abogado, periodista. A los treinta comienzan a tenerse hijos e hipotecas y, con suerte, solo pocos problemas con la mujer de uno. A los cincuenta viene lo de pagar la educación universitaria de los muchachos, cosa que, a la larga, se siente como una prolongada liposucción. En fin, que se casan los hijos y se despiden hasta la próxima y, en eso, uno anda con los sesenta a cuestas. De pronto, con el respiro, lo que queda es preguntarse qué pasó. Qué pasó con todo. Adónde se fue. Dónde están aquellas epopeyas que uno quería pergeñar, o las novelas. Hay, eso sí, apuntes dispersos aquí y allá, montañas de escombros de obras imaginadas, que, con un poquitín de tiempo, quizá cuando me jubile, podrían cobrar forma. ¿Por qué no? Pero lo duro es repentinamente darse cuenta de que para ser escritor hace falta algo más que escribir o incluso escribir bien. Los contactos: los dichosos contactos. Esos que se adquieren tras decenios de bregar en el medio; el medio ese con el que uno no está familiarizado por la sencilla razón de que la vida se gana con oficios más pedestres, prosaicos… sueldo fijo, seguro médico y cuota de jubilación. A estas alturas no hay nada que hacer. Sin embargo, a veces fantaseo con que cualquiera de las personas que encuentro en el metro, usted, por ejemplo, uno de esos desconocidos con que uno se desahoga sabiendo que al llegar a la estación, en dos o tres minutos, seguiremos siendo anónimos y extraños, cualquiera de esas personas, decía, al escuchar esto que sin ton ni son le cuento, de repente, aparte el New York Times que estaba leyendo, se ponga a sonreír y me diga: en efecto, amigo, vea usted lo que es la vida… Soy editor; trabajo para X & Y Publishers… Tome, esta es mi dirección; mándeme su manuscrito, o vaya a entregármelo personalmente cuando guste. Pero, claro, esas cosas no suceden. Normalmente todos los desconocidos con los que me pongo a conversar actúan como usted: hunden la cara en el periódico; se mueven muy discretos en el asiento, alejándose poquito a poco. En cuanto el tren se acerca a la estación, saltan, corren, desaparecen como un soplido.

Y lo dejan a uno con la palabra en la boca.

 

 

 

 

 

 

CONTRA LOS ANGLICISMOS

Una obra de ficción es la que ni siquiera existe y yo, sin duda, soy el autor.

 

 

 

 

 

 

ANUNCIOS CLASIFICADOS

Oye, oye: ¿y qué tanto escribe el tipo ese? Cada vez que hay reunión de profesores allí está él, calladito, sin abrir la boca, escribe que escribe. ¿Para qué?, si nunca participa en los comités y se limita a dar sus clases, mirar el techo durante las horas de despacho y enseguida desaparecer sin haber dicho hola ni adiós…

Oye, y ¿será verdad eso de que es raro? Tú sabes a qué me refiero: como ido. En la luna todo el día. Los alumnos se ponen nerviosos, porque llega la hora y el hombre anda atascado en su charla; solo para cuando se le desesperan y se van, lo siento profesor pero tengo otra clase. Ah, sí.

¿Escritor frustrado?… Pssst. Suena elegante. Para ser francos, no se sabe de nadie que haya tenido una conversación completa con él durante los últimos años. El único era el medievalista, ¿Jorge se llamaba?, y por algo acabó en el manicomio.

Demasiado vulgares para su gusto; no sabemos ni hablar las lenguas que enseñamos, dicen que dijo. Nos desprecia a todos. Estos que se creen intelectuales… mira al tipejo: cara de bicho, ¿no? Habrá reñido con el papá en la niñez, je, je: la neura le da por ataques a todo lo que represente autoridad; aquí se ha peleado con tres jefes, uno detrás de otro. Suerte que antes obtuvo la permanencia en el cargo, porque si no… Su primera mujer, claro, no lo aguantó; lo dejó y anda arrejuntada con aquel italiano del Departamento de Historia. Tenerlos rondando por allí, en la misma universidad, cada día: eso debe de roerle el hígado.

Míralo: parece el más interesado en la reunión y toma notas sin parar. ¿Qué tanto apunta? Que no nos venga con cómicas: desde hace años que no hace más que escribir durante las asambleas del Departamento y, que se sepa, la que lleva la minuta es Gloria, la secretaria. Nadie ha leído jamás una redactada por él.

Un día, la Gloria, que estaba sentada al lado suyo, nos vino con el chisme de que el tipo lo que hacía era escribir anuncios clasificados. Cuadraditos ínfimos llenos de letritas. No deja un espacio en limpio en toda la página y la letra chiquita, minúscula, como para leerla con lupa. Hasta marea. Je, je. A ver si se consigue otro trabajo… bueno, no: ¿de quién nos reiríamos entonces? Así es la cosa. Lo de introvertido puede que sea cierto; aunque, para mí, no pasa de ser un tremendo pedante. Que no nos venga con poses ni historias: estas reuniones y sus deberes administrativos en general no le interesan pa-ra-na-da. Es un presumido que se las da de Rey del Ateneo.

Oye, y de verdad, de verdad, ¿qué carajo estará escribiendo?

 

 

 

 

 

Miguel Gomes. (Caracas, 1964). Narrador, ensayista y crítico literario. Ha publicado en narrativa: Visión memorable (987), La Cueva de Altamira (1992), De fantasmas y destierros (2003), Un fantasma portugués (2004), Viviana y otras historias del cuerpo (2006), Viudos, sirenas y libertinos (2008), El hijo y la zorra (2010), Julieta en su castillo (2012), Retrato de un caballero (2015). Ha obtenido los premios: Fundarte de Ensayo 1988, Premio Municipal de Narrativa (Caracas, 2004), Concurso de Cuentos del diario El Nacional 2010 y 2012.

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