En homenaje: ruéganos, señor./ estamos cerca. Harry Almela

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Para Miriam Harrar y Rubén Ackerman, mis dos caras de esta moneda.
 

 
Debió ser difícil para Nelly Sachs y Paul Celan soportar y convivir con la frase de Heidegger, el lenguaje es la morada del Ser. Debió ser complicado entender que era un difícil compañero de ruta. El filósofo de la aldea, que vivió años en una cabaña de Selva Negra, nunca pudo explicar satisfactoriamente su afiliación al NSDAP, ni el haber aceptado la rectoría de la Universidad de Friburgo, ni su admiración por las pulcras manos de Adolf Hitler, el Drácula en el sótano del que habla Carl Amery. Debió ser complicado aceptar como maestro a un pensador para quien la ética nunca fue preocupación. Como lo asoma George Steiner, el largo silencio de Heidegger sobre sus posturas entre 1933 y 1945, es el argumento más completo que tenemos sobre la ontología, sobre la facticidad de lo existencial. Pero no contiene ni implica alguna ética. La cumbre de la filosofía del siglo xx rechazó cualquier intento de derivar hacia una ética, salvo en sus reflexiones acerca de la tecnología, donde concluye que el olvido del Ser es el origen de todo desarraigo.

En la entrevista a Das Spiegel (1966) construye frases admirables, como Sólo un Dios puede salvarnos, y tan abyectas como la grandeza y el esplendor de esta puesta en marcha –leídas en su discurso de la Rectoría de Friburgo, en relación al nombramiento de Hitler como canciller–, o Yo no veía entonces otra alternativa, en referencia a su apoyo al ascenso del nazismo. Allí también declara, arrebatado por el desencanto, que Todo funciona. Esto es precisamente lo inhóspito, que todo funciona y que el funcionamiento lleva siempre a más funcionamiento y que la técnica arranca al hombre de la tierra cada vez más y lo desarraiga. Y más adelante: Frente al poder de la técnica, el Estado técnico sería su más servil y ciego esbirro.

Es fascinante la insistencia de Heidegger en divulgar la entrevista después de su muerte. Quizás resultaba insoportable aceptar públicamente y en vida una culpa del tamaño de Auschwitz. En muchas de sus actitudes personales, el filósofo y camarero mayor de todos los Führer y cancilleres, como lo describe Kertesz, fue un antimoderno radical. Lo atestigua su constante necesidad de certificarse como campesino, y su retiro convertido en propuesta vital: ¿Por qué permanecemos en la provincia? (1934). Esa técnica de la cual abomina es la misma que, de manera macabra y sistemática, adelantó la aniquilación de lo Diferente o, en los escenarios más piadosos, se aprovechó de la refinada explotación de la mano de obra esclava durante la guerra, a través de empresas que aún lucen, ostentosas, su pedigrí: Bayer, BMW, Thyssen-Krupp, Daimler-Benz, IG Farben (los del conocido, eficaz y siniestro Ziklon B). Mientras el filósofo se entretenía en los rizos y en las volutas del Sein, el Dasein ascendía lenta y silenciosamente, cavando una fosa en el aire, allí donde ya no había estrechez.

Ese desarraigo impuesto por la modernidad y su técnica, según el ideolecto de Heidegger, en Sachs y Celan se elevan a una triple potencia. Una, el desarraigo de la propia modernidad occidental, por su condición judía. Dos, el desarraigo de la patria. Y tres, el desarraigo de su idioma materno, al resolver sus vidas cotidianas en otra lengua, mientras continúan escribiendo en el alemán de Heidegger y Hölderlin. En el mismo alemán en el que, por otra parte, Martín Lutero, Fichte y cierto Nietzsche se esmeraron para elevar el antisemitismo a una categoría más o menos potable, el mismo de Kafka en La colonia penitenciaria, el mismo en el que Viktor Klemperer develara la retahíla impronunciable de siglas y eufemismos al que fue reducido el alemán, por obra y gracia del nazismo, hábil en enmascarar la persecución, la muerte y la negación de lo Diferente. Ese idioma, el de las órdenes para la ejecución y el de la tradición literaria, es el territorio común desde donde Sachs y Celan construirán sus poéticas, relacionadas por el vaso comunicante de Shoá.

A estos desarraigos habría que sumar también la condición de aquel que vive o sobrevive para poder hablar acerca de lo ya acontecido y que Giorgio Agamben ha descrito con prolijidad al tratar las relaciones entre el testigo, el testimonio y el archivo: testimoniar significa ponerse en relación con la propia lengua en la situación de los que la han perdido, instalarse en una lengua viva como si estuviera muerta o en una lengua muerta como si estuviera viva. Desde aquello que sobrevive, desde lo que resta, tanto en el poeta como en la lengua, se funda el poema para que muestre su verdad. Desde el resto, desde los escombros, desde el archivo, el testigo construye el acto ilocutivo de su testimonio, desplazado y desarraigado de la Historia, convertido en una última instancia en historia personal. La obstinada fisura entre la condición del testigo y su imposibilidad de dar testimonio en nombre de aquellos que no están, transformada ahora en dolor y culpa, son la hendija desde donde van a escribir su poesía, para traer lo innombrable desde lo oculto hacia la luz, y establecerla como un claro en el bosque, para continuar con el dialecto heideggeriano. Ellos establecieron su diálogo entre Sein y Dasein, no para recrearse ontológicamente en construir esferas en el aire, a la manera del primer Heidegger, diálogo estéril que en su segunda época buscó el amparo y el perdón en sus reflexiones sobre la poesía. El diálogo entre Sein y Dasein de Nelly Sachs y Paul Celan fue fértil en la medida en que buscaron allí su redención y su expiación. Después de Auschwitz, dice Kertesz, ya sólo pueden escribirse versos sobre Auschwitz. Fundados de nuevo en la palabra, a partir de sus desarraigos y su destino, vivirán marcados por el ángel terrible de entregar su testimonio, luego sucumbirían detrás de las rejas de su lenguaje.

Fueron cercanos hasta en la correspondencia que mantuvieron entre 1954 y 1969. En esas cartas, Paul Celan siempre custodió sus periódicas crisis, pero supo servir de sustento respetuoso al talante herido de Nelly Sachs, quien nunca le ocultó sus dolencias espirituales, ni sus reclusiones, ni sus angustias, ni sus paranoias, ni sus orificios, ni sus hondonadas.

Celan fue acucioso lector de Heidegger y es célebre el encuentro entre ambos, así como el poema que se deriva de ello. Nelly Sachs no tuvo nunca ese curioso privilegio.

Ambos fallecieron en 1970, con apenas semanas de diferencia.
 

 

Publicado por Harry Almela en enero 29, 2011. Tomado de su blog la liebre libre

 

 

fotografía: Vasco Szinetar. Harry Almela, Ocumare de la Costa, 1986

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