In memoriam. Rubén Ackerman, el errante mayor. Edda Armas

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exclusivo para el cautivo
 

Así somos/ error/ errar/ errante / errata/somos la nota disonante/ los deicidas/ los culpables/ los que tenemos que pedir permiso para respirar/ para estar / para ser (…) Somos judíos”. RA.

 

El 9 de noviembre de 2017 recibimos la trágica noticia de la muerte de nuestro amigo, el poeta Rubén Ackerman. La imagen de Rubén con su cabello encanecido revolvía mi mente, y ese día había leído —en un post del poeta Alfredo Herrera— que en Suecia existe un ‘raro alce blanco’ del que apenas quedan unos 100 ejemplares. Apreciando la belleza parsimoniosa y la agudeza del mirar de soslayo del alce blanco concluí que, entre nosotros, aquí en Caracas, Ackerman había sido un ‘raro alce blanco’, con nobleza ancestral. Pensé que el alce se alimenta de las hojas del árbol, y Rubén, con similar regodeo, de hojas ya convertidas en libros, siendo fervoroso lector de poesía, filosofía, arte, teorías de la crítica literaria, historia y política de las civilizaciones. Desplegaba su erudición espontáneamente durante cualquier conversación, al citar de memoria frases oportunas de Octavio Paz, Borges, Derrida, Blaga, Edmond Jabés, Jogiches, Brodsky, Eliot, Pessoa, Juarroz, Dickinson, Cadenas, Sánchez Peláez, Almela; clan que asumía como elegida familia literaria.

Ackerman nació en Caracas en 1954, de padres y abuelos emigrantes desde Rumania. Le estremecía, entonces, la bondad del plato de sopa para indigentes que su abuela preparaba todas las semanas, religiosamente. Con estudios de psicología y sociología en la Universidad Central de Venezuela se dedicó a la publicidad de forma independiente. Muere con 62 años lejos de su casa y de los suyos, a causa de un infarto fulminante, el mismo día que recibiría el Premio “Ilustre Municipalidad de Cuenca” en Ecuador, otorgado en el Festival de la Lira a su primer poemario publicado “Los ausentes”, en la Colección de poesía venezolana Dcir ediciones en 2016, la que de forma independiente llevamos adelante desde 2015 junto al maestro Carlos Cruz-Diez y la artista visual y diseñadora gráfica Annella Armas.

Testigos fuimos de su modesta manera de llevar la vida, bajo la luz del valor de la familia, el conocimiento, la amistad y la literatura. Profesaba culto por la lectura, llegando a tener una colección cuantiosa de libros leídos por él. Era generoso de su conocimiento y sus pertenencias, al punto de que prestaba sus libros, confiando en que le serían devueltos. Creía en el taller literario como espacio de confrontación y reflexión en torno al hacer poético. Rubén y yo nos conocimos antes de cumplir los 20 años en la Universidad Central de Venezuela, en la Escuela de Psicología, y desde entonces compartimos la pasión por la poesía y la música. Luego, pasaron años sin vernos, y fue la poesía la que nos hizo reencontrarnos. Se integró al taller de creación poética el “Taller de El Ojo errante” que yo coordinaba, bautizado así por las mudanzas que debimos realizar entre librerías y cafés, hasta lograr un local por cinco años en la Biblioteca de la Nueva Escuela Lacaniana, gracias a la diligencia de una de las integrantes del grupo, la poeta y psicóloga Ruth Hernández Boscán.

Rubén era de los primeros en llegar, esperaba sentado y fumando en las escaleras del edificio en las Colinas de Bello Monte. Sesionábamos los martes por la tarde, en homenaje a las tertulias de André Bretón. La experiencia de ese grupo culminó con la publicación de la antología «El Ojo errante», la cual abre con inéditos de Rubén, dando a conocer algunos de los poemas de “Los ausentes”. Bellamente editada por Belkys Arredondo Olivo en su Taller El Pez Soluble en 2009, obtuvo el reconocimiento como el Mejor Libro Artesanal del Año otorgado por el Cenal, enviada al certamen por su editora. Rubén luego pasó temporadas por los talleres de Cecilia Ortiz, Gabriela Kizer y en los de Armando Rojas Guardia. En nuestro taller lo bautizamos como el errante mayor, sin sospechar jamás que en su destino estaría viajar tan lejos para morir.

Ackerman murió horas antes de la ceremonia del acto de premiación y clausura del Festival de la Lira 2017, en el que leería junto a la poeta mexicana Minerva Margarita Villareal –ganadora del “Premio Lira de Oro”– por su libro «Las maneras del agua». Con este acto, y este premio, se establecía que su poemario “Los ausentes” consolidaba una poética de alta madurez en sus formas expresivas, logrando reconocimiento internacional en una competencia hispanoamericana, en la que concursan mayoritariamente autores consagrados. Suya era la afirmación: “lo mejor es detener el tiempo/ cuando los dados/ están en el aire/ a punto de caer/ y permanecer con la emoción para siempre”, la que a la luz de los acontecimientos resultó una sentencia obviamente premonitoria.

Ni por un momento Ackerman dudó en hacer este viaje, a pesar de la fragilidad de su salud y la larga travesía que exigía ese viaje. Llegado el boleto aéreo, cumplió el largo periplo de vuelos –Maiquetía-Panamá- Quito- Guayaquil-Cuenca –, como nos toca en estos tiempos a los venezolanos al carecer de vuelos directos. Por los relatos recopilados supimos que feliz se montó en ese avión, sin asimilar aún la noticia del importante premio obtenido por “Los ausentes”, fallado por un jurado internacional que conformaron los poetas: David Huerta (México), Juan Manuel Roca (Colombia), Bárbara Belloc (Argentina), Josu Landa (Venezuela) y Roberto Apparato (Uruguay) en el certamen literario para libros publicados, que desde hace 10 años se convoca en la ciudad de Cuenca.

La verdad es que habiéndonos conocido en 1972, con secreto placer me convertí en su editora 44 años después. Siempre le admiré por su manera sensible de ser, su sinceridad al comentar cualquier texto con sólidos argumentos, su terquedad y amorosa forma de relacionarse y compartir con sus amigos. Conocedora de su poesía, estaba convencida del valor y la originalidad conmovedora, y que bien valía la pena la edición de su libro para alcanzar a muchos más lectores. Por años, nos angustiábamos al pensar qué destino tendrían esos preciados poemas suyos que se jugaban la suerte en la ruleta rusa, en el ir y venir bajo el brazo de su autor, en la libreta que los contenía, pues Rubén que vivía en San Bernardino solía desplazarse en moto-taxi cruzando la ciudad de Caracas para ir a los cafés y librerías para encontrarse con sus amigos, entre quienes sé que frecuentaba a Héctor Silva Michelena, Ron Pedrigue, Alfredo Chacón y Harry Almela.

“Los ausentes” tomó cuerpo en 60 páginas y fue publicado en octubre de 2016. Solicitado por él, realizamos la curaduría de los textos, contando con las transcripciones que, durante los años finales del taller “El Ojo errante”, permitió le hiciera una compañera de taller, su entrañable Georgina Ramírez, traduciendo la intrincada letra manuscrita en diversas libretas y papeles sueltos, a veces ilegible hasta para él mismo. El libro se conformó de acuerdo a su intención: “la sombra que dejan los seres que una vez estuvieron y ya no están”. Renuente como era a editar, la propuesta se la hice mostrándole los dos primeros títulos de la Colección Dcir, recién salidos de imprenta, y sin dudar nos dijo que sí. La tarea editorial contó con dos expertos correctores, Néstor Mendoza y Maribel Espinoza, el diseño y la fotografía de portada de Annella Armas, lográndose una edición cuidada con la que el autor quedó satisfecho.

Ackerman dedicó su decir poético a temas sensibles y universales, sin dioses, en los que el lector solía verse en tal espejo. A decir del tramado, desde el despojo y la lucidez expresiva, entendía sus poemas a modo de cálices para honrar a sus seres amados, a los que libraba de su condición fantasmal, dándoles un lugar eterno en las páginas de un libro. Pienso que “Los ausentes” era un libro necesario en la literatura venezolana, como también lo era para la biografía y la vida de su autor. La crítica lo acogió especialmente. Libro en mano, él desplegó el abanico luminoso de su conocimiento, concedió entrevistas en radio, prensa y televisión, viviendo un último año de vida intenso y, tal vez, nos parece que muy en paz consigo mismo. Él hallo lugar y su obra encontró lectores, a decir por el récord de ventas alcanzado por su poemario.

Sus textos poéticos manejan crudeza, humor y belleza de estilo con el fluir sonoro del verso largo encabalgado, valores confirmados a lo largo del poemario. Ante su poesía quedamos desplazados de la zona de confort, interrogados, inquietos ante el dolor de los ausentes, del Holocausto y los golpes que la errancia causa como marca imborrable en la vida de sus antepasados, pero también en la suya, haciéndole un coleccionador de historias con espinas. Escribía a mano, en cuadernos, libretas o papeles sueltos, hincado en lo emocional sus vértices de partida, atento escucha del fluir de las palabras en el poema. Corregía sus textos y los de los otros con precisión quirúrqica de forma estricta, lo que podía incluso molestar al otro. Refería que el primer poema lo había escrito 25 años atrás, en memoria de su hermana Silvia Ackerman, a los pocos días de su muerte. Desde entonces, el poeta se activó en la escritura y surgieron poemas magníficos y sobrios como lo son: Kadish, El dios del abuelo, Papá juega ajedrez, La abuela Raquel, El vagón del tren, Un mundo para David Nejmad, Palabras del hambriento, La pequeña maleta del abuelo, Así somos, El viaje es largo, Gambito indescifrable, Hay que volver la página, Vigilia, No eran fotos, Vendrán (el que ahora leemos como epitafio).

Lo inexplicable sucede. Queda la pregunta del viaje emprendido. La saeta del círculo que cierra vida y escritura. Como autor le demoró un cuarto de siglo escribir un libro, y muchos años para desprejuiciarse y decidir publicar su libro. No le alcanzó la vida para terminar de escribir y estructurar un segundo. Su manera de develar esencialidades que transcienden, se hizo ofrenda al narrar la vida desde ‘lo pequeño que nos inventa en el día a día, rasga, o sostiene’. Tengo la certeza de que Ackerman en muchos deja sembrada su calidez solidaria, su palabra sopesada como un ejercicio consciente de la escritura poética, deseando como deseaba con humildad que “el lector hallara, con suerte, un verso feliz entre los suyos”; alejado siempre de la banalidad y la figuración. Le vimos erigirse como poeta con una luz propia. Lega aquello que traduce la inteligencia del corazón, atendiendo las orfandades silenciosas del afecto.

 
 

fotografía: Luisa Helena Calcaño

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#EddaArmas#PoesíaVenezolana#RubénAckerman

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