viernes 10 de mayo de 2019
El nervio poético. (fragmento). Alberto Hernández
(31)
Olor a muerto. La podredumbre invade el pequeño espacio. La carne putrefacta, los huesos colgados de las paredes, las piezas de las bestias debidamente cortadas. El sacrificio había terminado y el doctor que amputaba, cortaba y preparaba, arrodillado frente a las puntas traseras de una res, se quitaba el sudor con las manos manchadas de sangre; el crimen ya había sido consumado. El homicidio simbólico: tiras de carne, cartílagos, pulpa, lagarto, hocicos, ojos, orejas, patas, piernas, bofe, costillares completos. Una verdadera carnicería. Una alegoría del país envuelto en la niebla de su propia miseria.
Los demonios andaban sueltos. Cortejos de fantasmas, duendes, cuellos cercenados. Ojos fuera de las órbitas. Y el olor, el olor de la carne podrida. Un verdadero homenaje a los despojos, a los restos que el país iba dejando en cara trozo de su historia. era el Día de los Muertos del 2 de noviembre de 1962. Era en la calle Villaflor n° 16 y allí estaba Carlos Contramaestre, el destripador, el autor de Homenaje a la necrofilia.
En el imaginario del poeta y médico afloraban los gusanos, unas mariposas negras que sobrevolaban la cabeza de los habitantes de la oscuridad. Larvas vibrantes en el aire enrarecido. Olía a las flores del mal, al mundo cenagoso del infierno, a cementerio abierto, a tumba. Y así lo pensaba Contramaestre en el momento en que portaba los trozos de pellejo y grasa que luego serían el aderezo de un poema que alguien dijo pegado de las paredes en el momento en que los espectadores vomitaban, escupían, se tapaban la nariz, se espantaban los tábanos o huían de aquel garaje.
Charles Baudelaire hizo entrada y sacó de su vieja y sucia bata un papel:
Contemplaban los cielos el soberbio esqueleto
como una flor a punto de brotar.
El hedor era tal que allí, sobre la hierba,
creíste desplomarte desmayada.
Sobre aquel vientre pútrido se afanaban las moscas
y salían negruzcos batallones
de unas larvas movibles como un líquido espeso
entre aquellos andrajos de la vida…
La voz se silenció. Un vómito vivo se adueñó del piso e invadió los zapatos de los que recién entraban al garaje. El público no podía creer lo que estaba viendo. El sacrilegio se había cumplido, pero había apoyo a tal evento subversivo. Los balleneros, los habitantes del vientre de la ballena de Jonás, los que tenían en el techo de la bestia marina todo el empeño puesto contra la locura política, hedían a carne podrida. Carlos Contramaestre, el gran sacerdote, los convocó, y allí estuvieron todos: monjes, sacristanes, duendes, fantasmas, herejes, diáconos y cabras satánicas. Caupolicán Ovalles, Adriano González León, Salvador Garmendia, Juan Calzadilla, Efraín Hurtado, Edmundo Aray, Alberto Brandt, Ángel Luque, Gabriel Morera, Daniel González, Cruxent, Quintana Castillo, Dámaso Ogaz, Antonio Moya, Hugo Baptista, Perán Erminy, Rodolfo Izaguirre, Jacobo Borges, Luisa Richter. Socios y amigos desde cerca y desde lejos como Allen Ginsberg y Henry Miller.
Afuera, un camión del aseo urbano. Las patrullas, la policía, los funcionarios del Ministerio de Sanidad. El pequeño país de aquella comarca subversiva convertido en el preámbulo de una guerra que comenzó con un acto irreverente para mutarse en una guerrilla urbana.
Salvador Garmendia se llevó la impresión en los cinco sentidos y la dejó caer en una conferencia en Alemania, en la que afirmó:
Fue un auténtico cataclismo de cercana estirpe sadiana,
que sembró el pánico y la consternación en medio de la
gran marejada cultural caraqueña de ese tiempo. Huesos
y vísceras de animales recién descuartizados cubrieron
las paredes del garaje, que sirvió de escondite para la
consumación del sacrificio.
El poema, escrito con sangre y pedazos de carne, sobras de muerte, con huesos, tuétano, grasa, gelatina de los ojos de las bestias sacrificadas, con la cola y la cabeza, con la piel y los pellejos, con el hígado y el páncreas, con los testículos, con el espíritu burlón de una vaca, con los cascos de un dragón, las pezuñas de un equus vacilante, las aletas de un antiguo cetáceo incrustado en una piedra, con las escamas de una sirena viuda, con los dientes afilados de un león marino, con los párpados de un guerreo mongol, con las uñas de un cóndor extraviado en los llanos. El poema, su nervio promotor, llevado adelante por los balleneros, hincó sus nudillos en los intestinos de quienes en esos tiempos eran los perseguidores de entusiasmos, de las locuras y de las más utópicas cofradías.
Finalmente, entre ellos, como un fantasma más, Pepe Barroeta hacía su poema. Alejado del bullicio, ya calmados los ánimos, con el olor a los muertos de la exposición en la piel, se alejó, se internó en un pequeño recinto donde otros también, consumidores de la peste, se dieron a libar el licor y los deseos.
Alberto Hernández. (Calabozo, Guárico, 1952). Poeta, narrador, periodista y profesor universitario. Magister en literatura latinoamericana de la Universidad Simón Bolívar (USB). Ha publicado los poemarios: La mofa del musgo (1980), Amazonia (1981), Última instancia (1989), Párpado de insolación (1989), Ojos de afuera (1989), Nortes (1991), Intentos y el exilio (1996), Bestias de superficie (1998), Poética del desatino (2001), En boca ajena: antología poética 1980-2001 (2001), Tierra de la que soy (2002), El poema de la ciudad (2003), El cielo cotidiano: poesía en tránsito (2008), Puertas de Galina (2010), Los ejercicios de la ofensa (2010), Stravaganza (2012), 70 poemas burgueses (2014), Ropaje (2012). En ensayo, Nueva crítica de teatro venezolano (1981) y Notas a la liebre (1999). En narrativa, Fragmentos de la misma memoria ( 1994), Cortoletraje (1999), Virginidades y otros desafíos (2000) y Relatos fascistas (2012), y las novelas La única hora (2016) y El nervio poético (2018), ganadora del XVII Premio Transgenérico de la Fundación para la Cultura Urbana. En crónica, Valles de Aragua, La comarca visible (1999) y Cambio de sombras (2001). Parte de su obra ha sido traducida al inglés, al italiano, al portugués y al árabe.
fotografía: Alberto H. Cobo
cerbando25784@gmail.com - miércoles 16 de septiembre de 2020 @ 2:46 pm
Excelente escritor, hombre entregado,a cumplir con abnegación ,lo que la divina providencia le ha asignado.Ser útil a la vida ,es su carta de presentación.Me siento honrado de ser su amigo