Cruce de esquinas.Vanessa Anaís Hidalgo

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Por la noche vino Elda a buscar a mi abuela. Vi su copiosa cabellera negra hacerle sombra al corredor como un brochazo. Yo estaba de espaldas, concentrada en el caldo que preparaba sobre la hornilla.
Caminó de largo hacia el cuarto y se detuvo frente a la cama.

Carmen, ¿dónde está Fabi?.

Elda llegó a casa de mi abuela Carmen hace 33 años con Fabricio en los brazos y se quedó para siempre. Venía de Chachopo, un pueblo merideño. Llegó a Caracas después de vivir mil y una desventuras: su mamá la echó de la casa cuando cumplió los quince, amanecía en la calle, pasó hambre y frío pero su belleza no tardó en sorprender a quienes cazaban talentos. Pronto comenzó a trabajar en un bar clandestino y ahí conoció el amor. Y Amor es el nombre de quien la rescató de la calle y la sometió a los rigores de la noche, el licor y la putería. Amor la preñó siendo muy niña y de una golpiza la hizo abortar. Amor decía orgulloso ser el papá de Fabricio después de venderla a siete lochas por cliente.

Abue, no te duermas. Ya está casi listo el caldo –grité desde la cocina, pero al caldo aún le faltaba algo que no terminaba de darle gusto.

Una noche en el bar, borracho, Amor cayó sobre la pista de baile y no se levantó, no lo hizo más nunca y Elda emprendió vuelo. Tomó una maleta pequeña, la llenó con los vestidos y los zapatos más atractivos, la ropa minúscula de Fabi a quien tomó en sus brazos y agarró un autobús que en 12 horas la dejó en el Terminal de Nuevo Circo.

Recordó a Josefa la del 23 de enero, una amiga del bar en Mérida, quien huyó de Amor, pero de otro, más violento y salvaje. Se vino a Caracas a trabajar a una fábrica de camisas. Josefa, desde su partida, le ofreció a Elda casa, comida y trabajo y le dejó su dirección por si alguna vez decidía cambiar de oficio pero cuando las mujeres reconocen su vocación, no es fácil abandonarla y terminan haciendo lo que mejor saben hacer y pues, ella era la mejor de las meseras. Elda aceptó vivir en el 23 y ahí conoció a mi abuela.

El caldo no terminaba de espesarse. Es difícil cocinar y recordar a la vez porque a la comida le queda el gusto de la alegría o el desencanto, según sea el caso.

Josefa, mi abuela y Elda se hicieron buenas amigas, se reunían los viernes, preparaban buenos sancochos y se echaban unos tragos. Cuando Elda se prendía, se lucía siempre con sus discursos filosóficos y divertidos dignos de una pieza teatral:

–Atender a estos desvalidos es verdadera misericordia porque… ¿quién se va a querer acostar con Patricio, el pescadero de la Avenida Sucre o con Jerónimo, el profesor depresivo y mal vestido de la Experimental? No, Carmen, alguien tiene que darle amor a esos hombres– reía con mi abuela.

Josefa vendió un día el apartamento y le recomendó a mi abuela darle posada a Elda y a Fabi. Y así fue. Ambos fueron luz para nuestra casa. Las risas de Elda se hacían eco y rebotaban todo el día contra las paredes. La ternura de Fabi nos llenaba de vida. Mi abuela, quien cuidó de sus hijos a pulso, cuidaba a Fabi con una dulzura que nunca había descubierto de sí.

Elda trabajaba duro. Mucho alcohol, mucho baile, mucho sexo no era su entretenimiento sino parte de su jornada laboral. Esquivaba clientes, todos hacían cola, una especie de lista de espera para recibir su compañía. El carisma de Elda, su buen humor (nadie como ella para los chistes) y su sensualidad, eran atractivos suficientes para que los hombres abundaran. No uno sino muchos se enamoraron y le ofrecían otra vida pero Elda prefería la suya.

Bueno, y ¿con qué estás haciendo tú esa sopa, mija? ¿Con leña? –se quejó mi abuela desde el cuarto.

Un diciembre, inesperadamente, un hombre tocó la puerta de mi casa. Se trataba de otro Amor, un cliente obsesionado por Elda, ingeniero, maestro de obra de una construcción cercana. Conoció a Elda en el bar. Pagaba dinero en cantidades para verse con ella pero él no era uno de sus consentidos. La amarraba, le pegaba, le procuraba mucho dolor y ella detestaba este tipo de hombres. «Vómitos», así los calificaba.

Mi abuela abrió la puerta a Amor, el ingeniero, le negó que Elda viviera en casa, pero este insistía en entrar a verificar y le dio un empujón entrando a la fuerza pero no logró su objetivo, no dio con ella ni con alguna evidencia de que alguien más vivía ahí. Giró el cuerpo y salió corriendo cuando vio a mi abuela tomar el machete y levantarlo contra él.

Dice la gente del piso 12 que cuando Amor, el ingeniero, bajó, se topó con Elda en el pasillo y ahí comenzó todo: forcejeos, cachetadas, golpes, gritos, insultos. Otros solo vieron cómo Amor lanzó por el balcón el cuerpo de Elda al vacío. Los vecinos de planta baja vieron cómo cayó sobre el jardín. Y algunos otros advirtieron ambos cuerpos volar por los aires y caer.

El caldo ya estaba listo. Listo en sabor y contextura.

–Carmen, ¿dónde está Fabi?

Mi abuela abrió los ojos. Su mirada resignada le habló de los años que habían pasado, de todo lo que se había perdido, de las cosas que le hubiese gustado contarle. Quiso decirle que Fabi está bien, que creció, emigró y que lloró mucho cuando ella ya no estaba. Pero sus palabras entraron directas y decididas:

–Tengo años esperando a que vinieras por mí –dijo mi abuela.

(Ya no importaba mucho que el caldo estuviese listo).

Elda le ofreció su mano. Mi abuela tendió la suya y pasaron juntas por el comedor, tomadas del brazo con la divina sensación de que ahora el tiempo para ellas es nada.
 
 
 
 
 
 
Vanessa Anaís Hidalgo. Profesora de Castellano, Literatura y Latín y Magíster en Literatura Latinoamericana egresada de la UPEL-IPC, lugar donde se desempeña como profesora actualmente. Desde el año 2000, pertenece al Taller Literario Marco Antonio Martínez. Con su poemario En pos de Ida (UPEL, 2005) se hizo acreedora de la Primera Mención, género poesía, en el I Premio Universitario de Literatura de la USB, año 2000. Es coautora de El cardenalito. 5 grado y de Sobre cuerpos, furias, oscuridades y bestiarios, órgano de difusión del TLMAM. Tiene diversas publicaciones en revistas nacionales como Letras y Theatron.

 
 
 
 
 
 
fotografía: cortesía de la autora
 
 

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#crónica#LiteraturaVenezolana#VanessaAnaísHidalgo

Comments

  1. Jose - viernes 13 de septiembre de 2019 @ 7:09 am

    El arte de tejer el dolor las vivencias deja un sabor de tristezas en la palabra, del duro trajinar en la historia de nuestros pueblos. Vanesa eres genial y referente en el Cautivo Oasis de la literatura

    José Adolfo Araque Rey
    Poeta venezolano
    Oasis Comprometido

  2. Norma González Viloria - sábado 18 de septiembre de 2021 @ 10:51 am

    Hermoso texto, mi Vane.

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