Tatuados de nubes. Dios, el Ávila, las nubes y yo. Alicia Álamo Bartolomé

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Bien pedante poner el pronombre personal de primera persona, ¡y en singular!, en el título de un escrito. Perdóneseme esta pedantería —después de todo me pongo en último lugar— pero es que se trata de un diálogo entre esos tres grandes y mi ínfimo yo. Mejor decir un tetrálogo. Formo parte del reparto, pues.

Suelo subir a la improvisada terraza de mi casa —en realidad, es el tendedero de la ropa lavada— una o dos veces al día, cuando el tiempo lo permite. Allí veo el tótem de mi vida cotidiana: el Ávila o el Guaraira Repano, para quien lo prefiera llamar así. Yo sigo llamándolo como aprendí a hacerlo en mi niñez. Allí, bajo el domo cambiante de la catedral de Dios, oro y contemplo. Luego me hago infantil y empiezo un juego con el paisaje y su dueño. Si soy feliz cuando mi monte está despejado y puedo apreciar el esplendor de sus verdes brillantes en los collados, o el profundo de sus depresiones, donde los nutridos árboles solo nos dejan adivinar que bajo ellos corre el agua fresca y alegre de las quebradas, no lo soy menos cuando esta montaña, con nombre masculino, se envuelve coqueta en chales de encajes. Aquí empieza el juego de cuatro contrincantes.

Hacemos pareja el Ávila y yo, la otra es la de Dios y las nubes. Tengo el empeño de ver la cumbre del pico Oriental y la otra de la mal llamada Cruz de los Palmeros —en realidad la colocaron allí, hace muchísimos años, los jóvenes de Acción Católica— que desde mi perspectiva parecen una sola, mientras una nube indiscreta no salga de entre las dos. Los pañuelos blancos, encinta de lluvia, siempre empujados de este a oeste por los vientos alisios, ya se nutren o se agolpan, ya se ralean o se disuelven, pero nunca dejan de estar en ese escenario de cielo y tierra. Sin embargo, en algunos pocos días y momentos de estos, cuando la atmósfera está transparente una vez barrida la calina por el aguacero, la montaña se recorta límpida contra el azul, sea en toda la magnificencia de sus verdes cambiantes —o los dorados del amanecer—, sea cuando al atardecer su silueta es de un total azul marino. A veces tras ella aparecen jirones sonrosados.

El pugilato es que yo quiero ver las cumbres, y las traviesas nubes, en complicidad con Dios, insisten en ocultármelas. Le digo a Él: “¿No las veré hoy? ¿Acaso me he portado mal?”. Pienso que el Señor sonríe ante mi pueril reclamo. Si le da por complacerme, de repente, aun entre espesos nubarrones, se asoma el pico Oriental, entonces soy yo la que sonríe y doy gracias, no solo a Dios porque acepta mi ruego, sino a las simpáticas nubes que dócilmente le obedecen. Otros momentos me encaro con las traviesas: “¿Por qué se empeñan en ocultar mi cerro en la mañana o cuando se viste de bronce a la caída del sol?”.

Entre otras travesuras, las nubes hacen maravillas en el espacio. Sus masas en movimiento, sean blancas, sean grises y oscuras o mezcladas, se resuelven en formas caprichosas. Veo animales, veo monstruos, veo vírgenes o ángeles. Cuando se cierran totalmente, ni las faldas del Ávila se ven ya, entonces…

¡Caracas es una perla dentro de su sagrada cúpula de nácar!

Caracas, junio 2013
 
 
 
 

fotografía: Gabriela Gamboa
 

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