viernes 19 de enero de 2024
No basta fingir o imaginar que somos tigres. Carlos Calero
NO BASTA FINGIR O IMAGINAR QUE SOMOS TIGRES
¿Se cansará la muerte del tigre y Jorge Luis Borges?
Simula un reo con su diminuto universo,
pero yo soy el atrapado por sus dientes.
Siento escalofrío. No pienso.
No intento poner mi mano sobre las rayas y su piel
creadas para lo brutal y la sobrevivencia.
La belleza me tiende una trampa, veo sus músculos,
mi cráneo, mis costillas, el desgarro.
No sé si salvaré mi corazón.
No sé si alzaré un látigo,
daré órdenes y con mando de rey
someteré mi temor a las bestias.
Para una niña, Borges y este tigre,
el oficio de matar es el acto con que se ama,
en otro mundo, el sacrificio de las víctimas.
Siendo niño anidé mi inocencia
en los tigres brillantes de los circos.
Hubo un día de tropiezos, zanjas
y cuchillos clavados en los troncos de los árboles.
Nunca supe de mi temor a la cuna del arbusto y el silencio
en la casa de madera y el misterio
porque ahí me esperaba el tigre de Lizalde.
Este animal y sus colmillos
equivalentes al tamaño del universo.
Quise mostrarle mis años débiles.
Blake no estuvo ahí para condolerse.
Sobrevivir no fue fácil mientras la baba y el aliento
rodeó mi existencia; olía a ceniza,
puso su lengua gruesa en mi carne.
Todo niño grita y tiembla,
todo niño no se salva de la muerte.
Todo niño no siempre conoce el espanto.
Todo niño huye y busca a sus padres
que habitan las selvas y observan lo invisible.
Yo defendí mi casa con firmeza y levanté una puerta.
le dije que mi voz no olía a sangre.
El tigre levantó sus zarpas,
hinchó la curvatura de su espinazo,
y tembló y tembló de ternura y hambre.
Le señalé afuera está la luz que urgían sus ojos,
estaba la pasión y su lucha contra el sepulcro;
estaba la imaginación para dar vida a otros tigres.
Y cayó de bruces con la fuerza
cortada por el filo de mis palabras
al ver que yo era hijo de otro tigre
y mis rayas como las suyas ahorcaban a un destino
que inútilmente asesinaba a su fantasma.
Por eso, para salvar a nuestro tigre
dijimos tigre, tigre, Blake, tigre.
El que arde, el que es la selva, el que merodea con espadas
los andamios, la noche y sus pasillos,
y los ojos que saborean
a los inmortales felinos que despojan
y dejan entre el junco su fuerza
y se alzan como libélulas o pájaros
para explicar la simetría
entre la libertad, la tumba y nuestra existencia.
Pero el terror es invencible.
No hay contragolpe que nos salve.
No basta fingir o imaginar que somos tigres.
Blake te pone en la mano un abismo,
un cielo y, para ganarle al infierno, un tigre.
CUANDO LA POESÍA NO PERDONA
Poesía que estás en lo que aleja o traen las palabras, en el golpe inesperado de lo predecible, lo inhumano, lo sagrado, lo que se olvida; estás en el cascarón de eternidad y el grito de un niño sin carnes; estás en lo que aturde con tanto sol que seca el hielo, que priva de vida a una semilla entre las piedras semejantes a cajas con la memoria del cosmos; estás en una grieta sobre el hueso de los torturados; estás en la espiga de humanidad que traiciona su destino y se aísla, y no ve que el horizonte es ajeno y lejano, y cede al absurdo. Poesía, perdona tanto infierno, tanto paroxismo vano, tanto éxodo en las calzadas de un viaje hacia la nada, tanta traición para fingir un cielo, tanta profecía inútil y las ilusiones, tanta penumbra entre los ojos donde un gato o una loba reina explican el origen y misterio de la vida. Poesía, danos el sentido de la paz que olvidamos. Pregunta, obliga, exígenos respirar en la misma colina donde el milagro comprueba que la hermandad es posible. Poesía, danos el conocimiento y la fe que salvan. Y si todo no es así, nunca me perdones.
DEUDAS
El silencio de una mujer no se discute, se teme.
La palabra de una mujer no se calla, se anuncia.
El deseo de una mujer no se posterga, se impone.
La ternura de una mujer no se debate, se interna.
La belleza de una mujer no se mata, se salva, resucita.
La espera de una mujer no se pospone, se conquista.
La pasión de una mujer no se agota, se incendia, habita,
porque nunca será ceniza.
SE PARECE A LA ABUELA DE PAMUK
Abuela no piensa en las playas de Ankara. Las tiene en su cabeza tejidas con puertos y nostalgia. Una ciudad es la sal en la memoria de un océano. Sus ojos han dado calles a la bondad de un paraguas y la arena, y zurce aldeas blancas como pañuelos. Desde un nogal para los sueños, hizo de sus recuerdos nietos modernos y la masa azul que siempre llama cielo. Otras ocasiones serán macetas o corredores entre un violín sin clavijas y la última telaraña destejida por un árbol de follaje encalado. Ah, mi abuela se deja amar por los silencios brumosos del ser y lo que aún le niega la vida. No es la anciana petrificada, sino quien ríe con historias en las manos. Hija de guerreros y un país antiguo entre el mar y la arena triturada por cascos otomanos. Una casa de puertas altas. La casa del portón, abierta con la llave del misterio traído desde épocas y dioses dueños del aire y la tierra. La abuela que vio a su Dios con un dedo y el zapato viejo, hablando de oboes y manadas de caballos. Mi abuela escucha el wolkwagen y lo confunde con el lomo de una caravana tragada por el lago que amanece rojo. Pamuk nunca ha pensado en esta abuela ni puesto sus ojos en la bahía, donde flota un pájaro que se hunde como cola de ballena.
ANIMAL AZUL EN LO INVISIBLE
Aquí
nos ve el animal azul desde lo invisible.
No
sé si podré asistir a una galería con vocación de soledad y vestido de samurai.
Sobre
un caballo Pegaso bajan legiones de gárgolas hambrientas. Arrasan todo menos tus ojos y mi espada de dos mil filos.
El
cielo de las bestias es un océano. Estrellas y colinas son de Van Gogh. Ondula el gran mundo azul. La fuerza de una pared sostiene el lienzo del apocalipsis; sostiene los frutos oportunos de la tierra, una memoria hacinada de palomas blancas y caracoles.
En
esta galería la osamenta de William se aproxima a la de Keats y deja versos para abrir los rostros pálidos de quienes se emocionan y los veneran entre cuadros y bombillos cálidos. Todo se resume a que, esta mañana, nuestro universo ríe dentro del reino de una calavera.
EL GRILLO
A la hora del silencio, el grillo dice:
Nazca en mi mano su lenguaje con vino y penumbras.
Su voz se meta en el corazón de mis hijos
y me deje nostálgico, cuando el tiempo les herede
bajo los pies un barrio y mi vida.
El grillo no oculta su canto.
Lo escucho en los Beatles o los pisos musicales
que golpean los dedos de Beethoven.
Mis hijos han crecido, hasta entonces,
con dos grillos secretos en sus bolsillos y los sacan, únicamente,
para dedicarme sus pensamientos o el retrato de los recuerdos.
Cuando ellos van alejándose, de lo que estuvo en la sala y la nostalgia,
el grillo los ve grandes en la distancia y me narra cómo han pasado los años
con una ventana y los adioses que no son para siempre,
o indican el peso amoroso de esos hijos en mis hombros.
El grillo yace en la mesa blanca.
He construido una diminuta estatua de aire
para que cuando despierte, en un acetato de Pavarotti,
crea que todavía canta, canta y canta.
ZAPATO
Cuando sabemos que el zapato carece de dueño existen laceraciones provocadas por el tiempo y dudamos sea el que utilizamos. Todo zapato tiene historias con las puntas rotas. Todo zapato tiene arrugas y me conforta. En todo zapato, bajo la memoria de la suela, existe un artesano quien nos muestra jornadas y noches que abominan a los zapatos. Pensamos que resultaría una fealdad terrible desecharlos. Siempre vemos más de algún zapato tirado en el fondo de un patio, distinto al que usaron las legiones y beduinos mientras dormían escuchando chacales, cuchicheos de astros o el zumbido de un sable contra el aire y sus cabezas. Toda zapatera tiene una biografía de rastros, un rincón del dormitorio donde respiran los grandes descubridores de la seda, el carbón, el fósforo, los bajeles, canes y felinos sin pelambre, o una gota de tregua entre los imperios y las guerras. En la memoria existen altares para los zapatos. Da Vinci no los olvidó al abordar un submarino. Estuvieron tras bastidores en sus autorretratos. Amstrong no sé si abrazó la ternura de la penumbra de nuestro satélite con un dios y el asombro, a diez metros de distancia, para imponerles un silencio de zapato. Un zapato me habla del lomo de una vaca argentina, inglesa, española o el toro desconsolado y oprimido por el secreto terrible en Creta. El zapato alza pañuelos, muerte, amores y puñales con flamencos, valses, congas, tangos, en la noche de las calzadas y las lunas. Los zapatos son Van Gogh y Andy Warhol bajo la luz rural de los girasoles o el alma del pop art con zapatos flotantes, ingrávidos. Pero el zapato que amo y uso nació de las manos de mi padre y el oficio del silencio donde cabía la geometría de la infancia y el recuerdo. Y con esos zapatos me entregué a la vida, tracé mi destino con líneas imprecisas, hasta encontrarme con los pasos donde otros zapatos nos dijeron que, antes de desecharlos, les inventáramos un nombre.
LO ÚNICO QUE NO BAJA A LA TIERRA
Cuando a un cazador se le muere la mujer
entierra con ella sus senderos.
Entierra algo más que su soledad y Los Pirineos.
Bajan a la tierra su noche y las lunas.
Baja su casa de piedras.
Baja el silencio del bosque y los cascarones de la nieve.
Baja la sobrevivencia y la carne sin grasa y macerada.
Bajan el jarro de hierbas y las cabras.
Baja el milenario vértigo del deseo convertido en recuerdo.
Bajan los ojos de esa mujer masticados por los espejos.
Bajan los árboles tejidos por el agua dura
entre los troncos envejecidos.
Bajan las pieles despellejadas.
Bajan el carbón y el fuego
contra el lomo empinado de la nieve.
Bajan las osamentas congeladas de los animales cazados.
Bajan las sombras del frío
por los agujeros de la madrugada.
Cuando a un cazador se le muere la mujer,
lo único que no baja a la tierra
es el amor por ella que mata a los lobos.
ME PREGUNTO
Me pregunto si tendré la suerte de estas piedras,
de estos fragmentos y raíces celtas,
de estas longitudes de sombras originarias,
de estos bosquejos de ciudades,
de estas maravillas ocultas bajo la tierra,
de estos recuerdos de lagunas
con peces de madera y humo,
de estas filosofías oprimentes,
de estos insectos de luz y sombras,
de estas taxonomías en el cielo
y un aullido inclemente,
de estos signos matemáticos invidentes,
de estas casas de hierba y riachuelos,
de estos tiempos en una mano,
de estas lecturas de las guerras,
de estos hijos atrapados por un destino en ciernes,
de estas longitudes del alma y el polen,
de estos imprevistos sin tumbas,
de estas diminutas pirámides de sal dulce,
de estos seres anclados en el tiempo,
de estas cápsulas en el agua y el oxígeno,
de estos desterrados con una patria
en círculos rotos por el aire,
de estas miniaturas de universo
bordadas con agujas en piel de cabras,
de estos buzones sin nombre
donde espera una carta congelada,
de estas insignificancias al flotar las palabras
mientras vuelve a tu boca el mundo.
ENTRE UN CELESTE Y EL VERDE
El hombre en su pequeña canoa rema hacia el fondo verde y el celeste desconsolado; rema hacia un dúo de colores que aletean amalgamados.
El remero viaja Enel recodo infinito del silencio y el agua.
Gira con fuerza, esquiva y vuelve a su recuerdo.
Sin detenerse, viaja en lo que llamamos tiempo con remo y bote absorbidos por el celeste y el verde, mientras el horizonte atisba la estela con e verde y el celeste a sus costados.
La pregunta está en cómo saber a dónde irá este hombre, si estamos con él en la embarcación donde alcanza un solo viajero.
Y cuánto durará en llegar al silencio, mientras se hunde en nuestros pensamientos.
Un verde y celeste navegan en estas aguas y esperan al que ya no existe en la canoa.
ÚLTIMA DEUDA
Algunas veces, memoria, te he desobedecido.
Por eso me has dicho: imposible, no tendrás autoridad para adularme; nos engañaste. Imposible evadir el ojo de mi demonio, los subterfugios: la palabra existe, personifica el eco donde persiste la memoria.
En el espacio de los dedos se produce el milagro. Truénalos, son tuyos, poéticamente tuyos; pero también es nuestro dilema.
Tu corazón no te pertenece, es parte del fuego, tierra, agua, aire, magia, igual a un espíritu y su paradoja.
Con el asedio del abismo invoco a Sísifo; invoco al demonio para taponarlo sin desvelos.
No verás el reino, no será tuya mi sandalia, no vas a condenarnos. Nos has dejado la poesía como último recurso de lo que se nos entregó como juez y parte de lo heredado.
Carlos Calero (Nicaragua, 1953). Naturalizado costarricense. Licenciado y Máster en Ciencias de la Educación. Ha sido gestor cultural. Ha publicado los libros de poesía: El humano oficio, La costumbre del reflejo, Paradojas de la mandíbula, Arquitecturas de la sospecha, Cornisas del asombro, Geometrías del cangrejo y otros poemas, Las cartas sobre la mesa. Antología Generación de los Ochenta. Poesía Nicaragüense, en coautoría con el poeta nicaragüense Carlos Castro Jo. También publicó una plaquette Muerden Estrellas. El año pasado publicó en Ecuador, Hielo en el horizonte, con la Editorial El Ángel Editor. El poeta Carlos Pacheco realizó una tesis sobre su poesía. Su poesía ha sido difundida en antologías impresas y virtuales de editoriales como Carátula, Altazor, Nueva York Poetry Review, Círculo de Poesía, El Hilo Azul, Andrómeda, Isla Negra y otras. Lo han invitado a festivales y encuentros de poesía, tanto en Costa Rica, como Guatemala, El Salvador y Nicaragua; también ha participado en forma virtual en los festivales Primavera Poética de Perú, el festival de Bogotá y el Festival Poesía en Paralelo Cero en Ecuador. La editorial Poiesis publicó su Antología No basta fingir o imaginar que somos tigres, con poemas escogidos de sus libros publicados.
Con autorización del autor.
fotografía: cortesía del autor
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