Aguadulce (fragmento) y dos poemas para Pocky. Stella Sierra

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Cuando abrí los ojos, el Abuelo había muerto y mi abuela Antonia estaba en el rigor de sus setenta años.

Menudita y pulcra, le gustaba veranear en la Hacienda El Hato, con su árbol de canelo al frente, su portal de piedras ciñendo la casa como un cinturón: piedras que son ahora únicos testigos.

Era en lo que coincidíamos ella y yo: salir del caluroso pueblo de Aguadulce, dejar la casona majestuosa que da frente al parque y esquina con la “Calle del Puerto”, para refugiarnos en la Hacienda.

¡Menudos recuerdos había de tener la Hacienda para la Abuela!

Enclavada entre la Loma y el Roble —dos puntales del Distrito de Aguadulce— la casa del Hato había dejado la carretera para buscar más el monte.

Los árboles de uaba, los higos, los magueyes, rodeaban la casa, constituyendo el lujo de la huerta que abría paso al inmenso potrero. Los magueyes estaban llenos de nidos de pájaros. Una piedra grande, pulida y hueca, se destacaba en el centro del patio.

—Tu abuelo no sólo era guapo, como supones, sino que era marino. De Cádiz tuvo que salir y da tantas vueltas el mundo— me vino a conocer en este pueblo de Aguadulce, cuando no había más que una docena de casas.

Cuentan las amigas de la Abuela que siempre había sido linda y que, en la plenitud de sus diecinueve años, era primorosa.

Abuelo la quiso por bonita. ¡Y no poco trabajo le costaba verla!

Doña Isabel Esquivel, como todas las aguadulceñas, guardaba muy bien a sus hijas.

—Hija, que es un extranjero y si te lleva y te deja por aquellas tierras…

La Abuela sonreía.

Aquella misma noche la Abuela, con su pollera de coquito y los tembleques que había confeccionado con fantasía y habilidad manual, bailaba con el extranjero.

—Prima Petita, prima Micaela —¡ay, tantos nombres que se me van ya de la memoria…!— se reunían las tardes de verano para ir a nancear. ¡Si vieras tú que ahora las muchachas no saben divertirse! Regresábamos con las totumas llenas, conversando por el camino.

—¿Había tantos nances como ahora, Abuela?

—Si todo el camino no era arriba de una docena de casas. Casas bajas de quincha con techo de tejas rojas… Los caminos, aromados de nances y de marañones.

de Aguadulce (Claroscuro de la infancia)

 


 

 

Así dialogo con mi perro viejo

(A Pocky)

como tú,
me he quedado sin dientes…
el lomo de las horas
y las ruedas del Tiempo
amarillean tu piel,
la mía,
en este interminable valle que cruzamos.

En tus ojos celestes
la niebla pone escarchas
a tu visión purísima.
Y yo navego en ellos.

Un temblor de presagios
cual si mil ángeles ansiosos te empujaran
abreva el paso.
Tus flancos no se arquean.
Y yo, insegura, cruzo una baranda
de luces y azucenas.

 


 

 

Salmo por la buena muerte de mi perro

(A Pocky)

Haz, Señor, que encuentre leve su tránsito
del limo de mi pecho,
a tu camino de eternidad.
Que sus ojos se cierren dulcemente
al toque de nuestros dedos.
Que haya mil ángeles y serafines
que lo reciban en tu Reino.
Que su corazón se vaya quedando dormido,
quietamente,
como el caudal de nuestro llanto.
Como una rosa de púrpura empapada de rocío.

Que no se sienta el frío de la Muerte,
sino el abrigo de nuestros brazos.
Que no se quiebren sus huesos
como se quiebra nuestro ánimo
cuando sentimos que no podemos hacer más.

Que lo que lleve entre la escarcha de sus ojos
sea nuestra imagen
a ese mundo bueno donde el Amor
habrá de alimentarlo.

Que un día resucitemos y lo haga él también
entre todos los seres queridos.
Para sentirlo a nuestro lado
para siempre. Amén.

de Voces de limo y agua

 

Selección: Javier Alvarado

Fotografía: Stella Sierra en 1943 (cortesía de Javier Alvarado)

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