Rafael Alcides Pérez. Juan Manuel Roca

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Ayer murió en La Habana Rafael Alcides, a mi modo de entender el más notable poeta cubano sobreviviente de la llamada generación de los años 50, la misma de Fayad Jamís y tantos otros nombres imborrables en la gran tradición de la poesía de la isla. Imborrable su nombre, imborrable su poesía, imborrable su andadura por el mundo.

Alcides había nacido en 1933 en Barrancas, Gramma. Estudió en la Escuela de Artes y Oficios de la Habana. Fue maestro-panadero, hombre de radio, novelista, una suerte de mentor secreto y admirado por parte de muchos de los poetas jóvenes de Cuba que veían en él a un auténtico poeta más independiente y libre que ninguno.

El primer llamado que recibí para atender a su magnífica, amarga, dulce, pugnaz y bella poesía vino de un elogio que le hiciera Virgilio Piñera, un grande-grande de la Generación de “Orígenes”. Decía Piñera: “San Juan de la Cruz fue un místico. Góngora un poeta cortesano de la España imperial, Baudelaire un burgués del Sagrado Imperio, Rimbaud un vidente y Mallarmé un profesor de inglés atormentado… Alcides Pérez escribe con las palabras de su siglo y con sus intenciones”.

Era maravilloso oirlo, cómo paladeaba cada palabra sopesada en su balanza secreta para decirnos del silencio de Nadie o del entierro del hombre común sin más victoria que su propio silencio. La primera vez que lo vi y lo escuché, en compañía de Alberto Rodríguez Tosca, hablamos de Nadie. Me dijo que teníamos filiaciones con Nadie cuando leyó al azar en mi primer conato de libro que le entregué y que había publicado en 1973 un poema con el título de ese personaje. A cambio nos leyó su poema “Discurso ante la tumba de nadie” al que respondí años más tarde y le dediqué el poema “Una estatua para Nadie”, con esta dedicatoria: A Rafael Alcides, que conoce “el parquecito de nadie”. Leo ahora una dedicatoria suya en la que me desea que la poesía me siga favoreciendo “con el fervor de una maldición”. Y de nuevo tengo la certeza de que esa suerte de penumbra en la que vivió sus últimos años nunca lo hizo un nadie sino un alguien que amaba la soledad, a veces forzada por su arrebato independiente y libre, y no pocas veces por desafinar en el coro de la obediencia.

Aún conservo el sabor de sus palabras cuando lo entrevisté en su único viaje a Bogotá, esa precisión para decir lo indecible, para darle un nombre a los silencios. Libro suyos como “Agradecido como un perro”, un título de feroz ironía me acompañó muchos años hasta que un amigo me lo extravió, y solo conservo “Y se mueren, y vuelven, y se mueren”, de 1983 y “Nadie” de 1993.

Llamo en la distancia a la puerta de su casa y ya sé que como nadie, me responde recordándonos que nuestra patria más real es el silencio.

 

Bogotá, junio 20 de 2018.

 

Con autorización de su autor

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