Ahora que soy un espectro silente. Natalia Mingotti

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Crecí escuchando música y en mi memoria tengo cada melodía asociada a un recuerdo, a un afecto.

Era la nieta que buscaba la sillita traída de Los Andes para sentarme muy cerquita de mi abuelo y acompañarlo a escuchar óperas. También, en esa misma casa, mi abuela me despertaba cantando: “Levántate Natalia, las pulgas te están picando y yo como te estoy viendo, por eso te estoy llamando”; en seguida sonreía, mientras continuaba escuchando sus palmadas al compás de aquella estrofa madrugadora.

Mi mamá tiene categorías de música: limpiar la casa, cocinar una cena para invitados, las fiestas hasta el amanecer, o mi recuerdo preferido: los atardeceres que llevaban ginebra de más y así fue forjando mi cartelera del despecho. Venga Rocío Durcal, Juan Gabriel, pasando por Las Mocedades y que nunca faltasen boleros. Ah, ella no logra aprenderse ninguna letra, ninguna, así que tiene las mejores versiones libres de gaitas, boleros y merengues inimaginables. Años después hice de DJ para sus reuniones, me divertía ver sus caras cuando se daban cuenta de que sabía el orden preciso entre una canción de Bee Gees y otra de Blood Sweat and Tears. Nunca faltaba quien comentase: “con ésa se pulía hebilla”.

Mi papá me llevaba al ballet, a conciertos clásicos, a óperas. Juntos vimos decenas de espectáculos en el Teresa Carreño y musicales en Broadway. Él me regaló el jazz y hubo largas risas cuando le dije que yo imaginaba a Ella Fitzgerald tipo Greta Garbo. Me llevó a los conciertos de Menudo, Mecano y me trajo casetes de New Kids on the Block para satisfacer el fanatismo de su hija caraqueña mimada; también me compró uno de Kiara y otro de Zapato 3. Me consentía tanto que gracias a él fui a Mata de Coco para ver a Sentimiento Muerto.

Cuando pienso en hombres y música, no puedo evitarlo, sonrío con picardía porque todos, absolutamente todos los que he abrazado con mis piernas, tienen exquisitos gustos musicales. Un par hasta tocaban guitarra y pues quién puede resistirse. En algún momento de ocio armaré un playlist tan variopinto como los hombres que me han marcado la vida. Desde pagode brasileño, luego Los Rodríguez y Fania, sumaría Carol King, después Massive Attack, Led Zeppelin, algo de Wilfrido Vargas, un par de fados y, sin duda, Chet Baker. He sido afortunada, cuando un buen amante, además es un sibarita musical. El placer es inagotable y, además, lo puedes evocar con facilidad.

Cantarle a alguien solo puedo compararlo con cocinar, son actos de amor materializados en cosas que además puedes replicar, compartir y, por qué no, presumir. Después de todo, todo verbo que conjugamos para amar es un intento precioso de inmortalidad. He cantado y me han cantado. Mi mamá tiene un repertorio de canciones infantiles que aprendió de su abuelita y que repetía con rara paciencia para complacerme. ‘El chorrito’ y ‘La muñeca fea’ en el Top 3, junto con ‘La vaca mariposa’. Muy niña canté en la coral de mi colegio y participamos en la Octava Sinfonía de Mahler en la Sala Ríos Reyna. Canté junto a 999 personas reunidas para esa primicia mundial. A partir de la adolescencia, cantar era solo para festejar hasta quedar ronca. Después las nanas para arrullar a Maurizio, en especial una que sospecho aún pondrá carita de carnerito feliz al escucharla. Por allí están las madrugadas de karaoke desvergonzado con los amigos, provocando risas fáciles, sabrosas.

Tengo 40 años y siento que algo de mí envejece ante la nostalgia de tantas melodías repletas de significado. Me estoy convirtiendo en una persona que solo logra despertar porque recuerda los ecos varios de las risas, los gemidos, los abrazos, las armonías. Estoy tratando de convencerme de que en mí existen los materiales suficientes para crear mis andamios, pero ahora soy un espectro silencioso que nadie nombra. No me queda ningún espacio físico de mi niñez, no existe casa alguna de mi infancia a la cual poder ir. En mi familia ya contamos varios muertos, las voces mudas –como aquel día fatal en que supe que había olvidado la voz de mi papá– y el resto estamos esparcidos por el mundo; así tocó, así lo decidimos. Siento que es un desgarro, que alguien me arrancó una parte enorme de lo que soy y más nunca podré tocarlo, estar, ser allí. Entonces, aprieto un botoncito en la computadora, cierro los ojos y escucho las melodías que se reproducen a mi voluntad y así existo, evocando los ritmos y las voces con las que el amor me ha hecho.
 

 

 

Natalia Mingotti. Caracas, 1977. Licenciada en Letras de la Universidad Central de Venezuela (UCV), en 2009. Obtuvo su grado con la tesis “La noción de extranjeridad en el poemario Épica mínima de Márgara Russotto”. Cursó la Maestría en Estudios Literarios en esta misma casa de estudios. Está residenciada en Polonia.
 

 

 
fotografía: cortesía de la autora

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#crónica#música#NataliaMingotti

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