Abril 2019. Mirco Ferri.

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No recuerdo haber visto completa la película de Bonnie & Clyde, con Warren Beatty y Faye Dunaway. Tal vez la pesqué algún domingo en la tele, comenzada, y la vi de manera fragmentaria. Sé que en ella se le dio un aura de glamour a la joven pareja delictiva, que en la vida real contó con una gruesa base de fans, tanto así que, sumados los dos entierros, fueron visitados por 35.000 personas.

En Netflix estrenaron hace poco el otro lado de la historia. La versión desde el punto de vista de la justicia, desde la perspectiva de los hombres que le dieron caza a B&C. Una buena producción, que cuenta con un gran reparto, un guion sólido y excelente fotografía. El cuidado de los detalles históricos es notable: algunas tomas fueron realizadas en los sitios reales. Pero lo que me llamó la atención fue lo que se pudiera llamar la metadata del film, a falta de un nombre más apropiado. Me refiero a que dos actores rumbo al ocaso (para los estándares holliwoodenses, me refiero) , Kevin Costner y Woody Harrelson, interpretan a dos policías retirados contratados para resolver el caso. Y tanto los actores como los personajes a los que les dan vida demuestran que tienen todavía mucho que aportar en sus respectivas áreas de desempeño.

Llama la atención el enfoque que le da la película a los jóvenes hampones. Prácticamente no tienen visibilidad en el film. De hecho, no se les ven las caras sino el el desenlace. Cuando aparecen en escena, es para resaltar su audacia, su popularidad o su crueldad. Del resto, nada. Son como unos fantasmas silentes, el objeto de la persecución. Sabemos de ellos de manera referencial, nunca de primera mano, salvo en las contadas escenas que los tienen como protagonistas que nunca muestran su rostro ni hacen escuchar su voz.

Otro aspecto interesante de la película es que, en el fondo, se trata de una «road movie». La cacería de los dos criminales se transforma en un viaje por el deprimido sur de los años 30, y me trajo a la memoria ecos de la película Las uvas de la ira, por los campamentos de gente sin techo. Hay una escena en particular que me estremeció: los policías rebasan en la carreteta un camión, que transporta en la parte de carga los enseres de una familia. Se ve por unos instantes a una señora, sentada sobre una silla, tal vez una mecedora, a la intemperie, como si fuera un trasto más.

La peli se llama The highwaymen, y fue traducida con el anodino nombre de Emboscada final. Si les gustan las historias basadas en la vida real, les puede interesar este film.
 
 
…………………………………………………………………………………………………7 de abril de 2019
 
 
 
Las guacamayas se pasean, ansiosas, por el antepecho de la terraza desde la cual una señora compasiva las alimenta cada día. Hoy la señora no está, y las grandes aves parecen aguardar por ella, llamándola inútilmente. Mi perra se les queda mirando, como hipnotizada, pero el embrujo le dura pocos segundos y enseguida comienza a ladrarles. Ellas ni se inmutan; tienen algo más urgente que resolver, su sustento. Me quedo observándolas también, y admiro su gran tamaño y su colorido; son de las más comunes, las azules y amarillas. Al rato se dan por vencidas, y emprenden vuelo hacia poniente, hacia el sol anaranjado y rodeado por la calima que cubre la ciudad en esta época, producto de los varios incendios que asolan tanto al Ávila como a las montañas al sur, dándole al atardecer una cualidad dramática, como de set de película distópica.
 
 
…………………………………………………………………………………………………8 de abril de 2019

 
 
 
No suelo recordar los sueños. Los de anoche fueron una de las raras ocasiones en las que sí los retuve. Los sueños son curiosos: hay un instante de desprendimiento en ellos, en donde se comprende, aún estando dormidos, que se trata de un sueño y no de la realidad, y que se piensa que de él se desprende una revelación fabulosa, un hallazgo inesperado. Pero luego, al despertar, se constata que aquella joya del pensamiento onírico es en realidad una pieza representativa del absurdo. Anoche tuve sueños literarios, por decirlo de alguna manera. Algo sobre unas traducciones de documentos antiguos, en donde algunas palabras ilegibles fueron suplantadas por otras inexistentes en el idioma de origen. Y, el más vívido de todos, uno en clave borgiana: un libro que era ensayo sobre otro libro, y que era a la vez tesis y antítesis, y que se le entregaba al lector en una bolsita, desarmado, para que él lo compusiera de la manera que le pareciera más conveniente, incluidos título, portada y tripa. Hubo unos cuantos más, que involucraron una situación laboral, una noticia de último momento, vista en una pantalla gigante, que daba cuenta de un atentado terrorista similar al del 11-9 e, infaltable, algo sobre comida. Mi subconsciente estuvo atareado, anoche.
 
 
…………………………………………………………………………………………………15 de abril de 2019

 
 
 
Es asombroso lo que puede hacer una llovizna fugaz: refrescó el ambiente, se limpió el aire, las matas cobraron el brillo que habían perdido durante tantos meses de sequía, y las aves consiguieron agua fresca en las concavidades naturales. Ojalá duren estas lluviecitas.
 
 
…………………………………………………………………………………………………19 de abril de 2019

 
 
 
Cuando estaba pequeño –transcurrían los años 60–, la principal distracción casera era ver televisión. La industria televisiva estaba tal vez en su adolescencia; en Venezuela había comenzado a funcionar en la década anterior y ya se había entronizado en el gusto de la población, convirtiéndose en el pasatiempo de elección de aquellos que podían costearse un aparato, que no eran pocos. En cambio, sí eran pocos los canales a disposición de la audiencia: en el momento en el que sitúo mis recuerdos, apenas el 2, el 4, el 5 y el 8. En ese conjunto había uno que me llamaba mucho la atención, pues sus programas no tenían mucho que ver con la oferta de los otros tres, que proponían esencialmente series extranjeras, comiquitas, programas de variedades y telenovelas. Era un canal “solemne”, aunque no creo que esa palabra hubiese formado parte de mi léxico en ese tiempo. Su programación proponía documentales variados, sobre temas tan diversos como la siembra de arroz en Calabozo o la construcción del canal de Panamá, selecciones de música clásica interpetada por grandes orquestas y disertaciones de unos señores muy serios sobre temas que generalmente no alcanzaba a entender. Había una excepción: uno de esos señores hablaba de cosas que me llamaban mucho la atención: desde los recuerdos de un viaje en tren por la sinuosa geografía del centro de Venezuela, atravesando valles, sobre puentes que vencían abismos pavorosos, o pasando por dentro de enormes montañas gracias a unos oscurísimos túneles, continuando por la dulcería tradicional caraqueña y terminando con unas explicaciones que equiparaban la cocina de una casa al aparato digestivo de las personas. Todo aquello con su voz pausada, calmada, con cierta afectación, que para mí era magnética. Era el señor de las cosas más sencillas. Un buen día desapareció el programa, y no supe más de ese señor, hasta unos años después, cuando fue noticia triste para todo el país: la muerte lo había emboscado en algún paraje de la Autopista Regional del Centro. Fue justamente el 25 de abril de 1976. Anoche, y no por saber que cumplía años de muerto –eso lo averigüé hace pocos minutos, mientras buscaba información sobre su fallecimiento– , lo recordé. Por asociación de ideas, en realidad. Mientras preparaba la masa, pensaba que a partir de unos ingredientes tan sencillos como un polvo de maíz molido, una pizca de sal y un poco de agua, se puede lograr algo tan perfecto y acabado como unas arepas. Y luego reparé en que ese pensamiento no era original, y lo había extraído de algún recoveco de la memoria. Y, concluí, esa observación era hija de Las cosas más sencillas del gran Aquiles Nazoa.
 
 
 
………………………………………………………………………………………………… 26 de abril de 2019

 
 
 
 
Mirco Ferri. Caracas, 1960. Consultor en el área de sistemas y desarrollo de software empresarial. Lleva el blog Depósito de nostalgias. Obtuvo el 2º lugar en el Concurso de Micro-cuentos sobre Libros y Bibliotecas, de la Biblioteca Los Palos Grandes en 2015 y el tercer lugar en el concurso de Microcuentos de Banesco en el mismo año. Ha publicado dos novelas: Vidas de perros (2015) y La puerta que se cierra (2018), ambas publicadas por Oscar Todtmann Editores.
 
 
 
 
 
 
n.e. el cautivo ofrece una breve selección de los estados del mes de abril de 2019 del muro de Facebook del escritor Mirco Ferri con su autorización. Así, apuesta a la permanencia de los textos lejos de la inmediatez, velocidad y disolución que caracteriza a las redes sociales.
 
 
 
 
 
 
fotografía: cortesía del autor

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#crónica#LiteraturaVenezolana#MircoFerri

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