70° Aniversario natal de Alberto Aguilera Valadez. Un divo entre machos. Leoncio Barrios

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Buena parte de la generación de Latinoamérica, de la cuenca del Caribe para ser más exacto, que hace rato se está yendo a otro plano y alguna que queda en éste, se culturizó bajo el influjo de la cinematografía mexicana.

El cine mexicano fue un instrumento clave en el reforzamiento de modelos de comportamiento humano que venían de sociedades fundamentalmente campesinas y conservadoras, como lo fueron las latinoamericanas hasta mediados del siglo XX y por supuesto, la de los colonizadores españoles y posteriores inmigrantes europeos, machistas por tradición.

A partir de la segunda mitad del siglo pasado, ese mismo cine mexicano ocupó espacios importantes en la recién estrenada televisión. O sea, que quienes crecimos viendo TV también vimos cine mexicano con conceptos y modelos de comportamiento de otra época. Aún lo hacemos.

Entre los modelos claves que brindó ese cine a nuestros abuelos, abuelas, padres, madres y a nosotros, los más jóvenes, estaban los de género sexual, de cómo debe comportarse cada quien según el sexo que Dios y/o la biología le haya dado.

El cine mexicano, como la cinematografía mundial de la época, presentaba a la mujer básicamente hermosa, discretamente seductora, sumisa, media tontona, entregada a la espera del hombre que la conquistara y la hiciera feliz hasta la muerte o la condenara al sufrimiento…uno no sabe.

Pero, siendo fiel a la pauta judeo-cristiana, esa cinematografía también mostraba a las mujeres en su rol de amantes como pérfidas, desconfiables, suerte de arpías, culpables del sufrimiento de los hombres. Las había bichas o cuaimas, como se dice ahora.

En la contraparte, estaban los hombres, machos a todo cabal; en el hablar, en el vestir, en el moverse y sobre todo, en sus relaciones. Eran, básicamente, seductores, mujeriegos, un eufemismo para indicar su potencia sexual y, con más ahínco, su poder social… hasta que llegara una bicha, pasara coleto con ellos y los pusiera a beber, ojo, no a llorar. Todavía los hombres no tenían permiso para llorar.

En ese cine mexicano las interpretaciones musicales a cargo de varoniles cantantes eran un recurso frecuente. Y en este contexto de machismo cinematográfico y musical, con ustedes, señoras y señores, Juan Gabriel, el divo de México.

Y aparece en el escenario un hombre de aspecto raro, vestido, a veces, con inspiración de charro mexicano pero distante a leguas del traje tradicional, y más lejos en movimientos, talante, imagen y semejanza de lo que fuera Pedro Infante, Jorge Negrete y cuanto cantante con mariachis había aparecido en escena como modelo del macho mexicano.

Juan Gabriel, pudiera haber sido una “loquita¨ de las que cantan en bares de baja ralea, para el disfrute de semejantes a él o de hombres machos, masculinos, varones, que se dan licencia de ir a pescar en río revuelto, a ver qué agarran y afianzar su poder masculino sodomizando a una “loquita”.

Pero esa no fue la historia de Juanga. Su amaneramiento y el vestir estrafalario los hizo parte de sus fortalezas. Eso era el aderezo, su propuesta estética. Su manera de ser, que tantas humillaciones e improperios le daba autenticidad.

Juanga tenía talento musical e interpretando sus canciones o unas prestadas, sabía hacerlo de tal manera, que la mariquera, en el país de los machos rajaos, pasaba a ser graciosa, invisible, admisible, perdonable, encantadora.

Así, Juanga pasó a ser visto como asexuado o un hombre distinto a la mayoría o, como lo que era: un gran cantautor. Además, era tierno, cariñoso, querible, con sentimientos y valores laudables: solidario, generoso, sencillo, humilde. Como un ángel, digamos. El hijo que muchas doñas hubiesen querido tener.

A otras mujeres, no tan doñas, les encantaba Juanga porque, además de cantar al amor, expresaba algo de lo que a ellas les gustaría recibir de su pareja: ternura. Algunos hombres se complacían viéndolo, porque, quizás, en silencio, sin saberlo, les servía de alter ego en eso que ellos quisieran expresar y un grueso de la sociedad les impide: ternura.

Juanga, el divo, fue el primer artista popular en presentarse en el Palacio de Bellas Artes de su patria, un lugar exclusivo para las artes, las intelectuales, las sagradas, las lejanas del popolo, de la vulgaridad. Él, tan vulgar, que venía tan de abajo, ascendió al templo sagrado.

Convertido en uno de los más grandes cantautores del mundo hispano, Juan Gabriel, logró que lo nimio se quedara en lo nimio y su amaneramiento –que no quiere decir mariquera- no opacara su talento, haciéndose un divo en una sociedad de machista que después de muerto, lo venera más de lo que hiciera cuando estaba vivo.
 
 
 
 
 
 

Leoncio Barrios (Caracas). Egresado de la Universidad Central de Venezuela, con doctorado y Maestría de la Universidad de Columbia en Educación a la familia. Es profesor titular de la UCV. Es autor de: Familia y Televisión (Monte Ávila, 1998), Los sustos del sexo (Ediciones B Venezuela, 2014, 2016), Oliver y la licuadora, literatura infantil (Ediciones B Venezuela, 2015).
 
 
 
 

El artículo se publica con autorización del autor.
 
 
 
n.e.
Este texto fue leído el 13 de diciembre de 2019 en el homenaje que el cautivo organizó para celebrar el 70° aniversario natal de Alberto Aguilera Valadez, Juan Gabriel en la Librería Kalathos de Caracas y que contó también con la participación del periodista Néstor Llabanero y de la poeta y bolerista Nubia González.
Este artículo fue publicado en Efecto Cocuyo el 22 de febrero de 2020

 
 

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