Canto de Chicharra de Carlos Iván Padilla. Adrián Arias Pomontty

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La chicharra (Lyristes plebejus) y su canto ha sido la fascinación de muchos artistas. Los trovadores del siglo XIII las usaban como amuleto, disecadas en sus sombreros de faena. La tradición poética venezolana no se queda atrás, la chicharra pasó por el ojo y el oído de un cuantioso número de poetas, desde Va y Ven de Luis Fernando Álvarez (1937) hasta Partitura de la Cigarra de Eugenio Montejo (1999), siempre orbitando ese capullo de vibraciones, que en cualquier latitud del trópico anuncia las lluvias. Estos insectos se han relacionado con la belleza, con la música y en otro sentido con el agónico ejercicio de estar vivo. No es casualidad que el título de este libro, Canto de chicharra, provenga de un verso de Rafael José Muñoz, el poeta venezolano, muy leído por las nuevas generaciones por su compleja y hermética poética.

Carlos Iván Padilla es poeta, narrador, ilustrador y estudiante de Filosofía, es el autor de Canto de chicharra, un libro que pertenece a la novísima poesía venezolana producida en los últimos años. Canto de chicharra es un texto donde la multiplicidad de voces (de otros) arma un texto polifónico: epígrafes, citas y paráfrasis que señalan un diálogo con la tradición, el cual es eminentemente consciente y selectivo.

El libro está organizado en cinco partes, cada una de ellas definida como “canto”. El “canto primero” está conformado por tres poemas, entre los que existe una necesidad de salvedad inmediata: “canto/ único final que ve el tiempo/ canto/ infame pulso” (p. 8) mediante el ejercicio de rememoración sostenida las posibilidades del objeto o del instante pensado, revelan una singular potencia de su canto. Esto es, una tensión entre lo que ya fue y lo que no existe: “Recuerdo los hogares de mi infancia/ como lugares imperecederos” (p. 16), en este canto se recurre a la memoria como destino. Una noche-casa, que es objeto de su canto, es una experiencia de la afirmación de un ser incompleto, que arrincona al poema en los bordes del no-ser.

El “canto segundo” es una respuesta del poeta al hecho de ponerse en entredicho (dentro y fuera del poema) como advenimiento abrupto del padecimiento de ya no ser uno con el mundo. Pues todo hombre es un deseo insatisfecho, carne y hueso de pura falta.

El “canto tercero” es el más breve del libro, un solo poema de nombre “Conticinio”, donde parte del enunciado pertenece a una cita del poeta Rafael José Muñoz. En este canto la negación consigue un efecto superlativo del no estar dentro del poema. Es una declaración de principios, una poética de restricción absoluta para quedarse fuera del poema. Las puertas están cerradas, no hay posibilidades de vivir dentro del poema, el poeta ha perdido la llave.

El “canto cuarto” es la médula del poemario, está conformado por tres poemas “Baltimore”, “Carmamara” y “Edgar”, en este canto hay una tensión en sí mismo por la extensión de la lírica concebida dentro del poemario. A su vez, en “Carmamara”, cada elemento (como su disposición tipográfica) adquiere valores relacionados con una especie de subversión de las categorías literarias (poemas en prosa, verso libre, etc). Es un poema que, con autonomía y cierta atemporalidad, construye una imagen de la casa habitada por el cosmos de la noche. Un cuerpo-casa que es un no-yo, una contradicción que se ordena fácilmente. En la casa o en el cuerpo todo se diferencia, todo se multiplica, se descentra de la intimidad tras el choque de la mirada atenta del lector. Oír y mirar el mundo fuera de esa casa (inmaterial) es encontrar lo espectral de la confusión, el silencio tapa sueños, aquello que se confunde con los ruidos del ser:

(…) Cada cuarto es un ritual en Carmamara. Se derrumban los límites del aire, su danza irrumpe quieta en los sillones. Voces retumban en la tez de sus paredes y el techo se pierde en la boca del cielo. Escondido nuestro sueño, somos sus hijos somos polvo, clamoroso silencio, corriente insomne sentada en la mesa, almorzando paz y luto (…) (p. 38)

El “canto quinto” es la última parte del poemario, tiene un solo poema, titulado “Epicedio”, como los cantos líricos entonados por los griegos con motivo de una muerte. En este quinto canto, el poema tiene una estructura fragmentaria, con partes dolorosamente desencajadas, desiguales, pero no caóticas. El texto simula una dispersión en espiral en medio de una tensa calma, una serenidad que se va apagando en la muerte y en la desolación de la memoria. Toda serenidad es lo que otorga unidad al conjunto que organiza los puntos de escape de las palabras, así se va deteniendo el vaivén de recuerdos hasta que esa cadencia rítmica se apaga con el silencio:

(…) se marcha

soy el fantasma de una estela

me olvida

el residuo de una muerte. (p. 53)

El poeta es aquel que se mira morir en medio del canto, la escritura se puede transformar un trance sonoro. Cada canto es un nuevo origen, juntos pueden armar un entramado de voces individuales que construyen significaciones particulares, puntos de fuga sonoros-textuales. El poema es un ejercicio dialéctico, donde cada verso es una caja de resonancia, recibe las voces de lo exterior, las amplifica, trasformándolas en pura reverberación, consecuencia casi directa de la fascinación por el lenguaje, la puesta en práctica de un oído a la duplicidad del silencio.

(…) sabía ya no ser

pues fui oyente

fui oyente padre (…) (pp. 11-12)

La contemplación es el inicio de la muerte, y comenzar a morir es en última instancia la disolución de todo. Es cierto que el hombre no posee el mundo. Pero al menos posee lo que le resulta cercano, el sueño, la voz, la sed. Es a través del poema que se llega a la idea de estar en soledad con lo sagrado. Una casa-habitación-ciudad como un anticipo al universo, despojo en despojo se accede al refugio:

(…) intento esconderme en los umbrales ya no

bastan los muebles

intento refugiarme en mí (…) (p. 39)

Carlos Iván Padilla es un soñador de casa que sabe y siente la disminución de su ser en el mundo exterior. Canto de chicharra nos muestra cómo el hombre está y es errante. Ese canto lo leemos y escuchamos como un gesto, como una cuerda que rompe el silencio de la página, este libro es la satisfacción de un sueño, la escritura como abismo.
 
 
 
 
 
Carlos Iván Padilla. Canto de Chicharra. Caracas: dcir Ediciones, 2019. 60 págs.
 
 
 
 
 
Adrián Arias Pomontty (Maracay, 1989). Poeta e ingeniero. Ha participado en diferentes talleres de escritura creativa. Cursa la Maestría de Literatura Latinoamericana de la Universidad Simón Bolívar.
 
 
 
fotografía: cortesía de dcir editores
 
 
 

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