Elizabeth Schön: entre el cielo y la tierra. Sara Maneiro Montiel

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Comenzó a escribir formalmente en el año 1941 y fue la primera mujer venezolana en desarrollar poesía en prosa. Más de una veintena de publicaciones ponen en evidencia las preocupaciones filosóficas de la escritora, Premio Municipal de Poesía 1971 y Premio Nacional de Literatura 1994. Se ha mantenido también vinculada a las artes plásticas como crítico de arte y durante algunos años al teatro, donde participó como autora. Elizabeth Schön fue durante mucho tiempo la gran anfitriona de intelectuales y artistas, a quienes abrió las puertas de su casa y de su mundo interior, creando así el escenario ideal para la discusión grata y el intercambio de ideas. En esta ocasión las abre de nuevo para rememorar aquellos momentos y ofrendar a los lectores un poco más de su creación poética.
 
Quienes han tenido la oportunidad de visitar la quinta Ely de Los Rosales, refugio desde hace muchos años de Elizabeth Schön, han disfrutado, no sólo de su conversación amena y profunda, sino de la hospitalidad y generosidad de quien ha sido una gran anfitriona de la cultura. Por su casa pasaron grandes íconos de la cultura venezolana, como Alejandro Otero, Guillermo Meneses, Juan Liscano y el Grupo Sardio, entre otros. Otra asidua visitante fue Ida Gramcko, amiga y vecina de Schön. Era alrededor de los años 40, en una Caracas más sosegada, en una casa donde se ejercía la crítica de la obra de arte entre interpretaciones musicales y lecturas de poesía.

Visitar la casa de Elizabeth Schön es entrar en contacto con el pasado caraqueño. De esta manera, ese tiempo frágil cobra fuerzas en ese espacio que le da la espalda al caos de la ciudad y a través de la voz afable y la ecuanimidad de quien ha recorrido, quizá un poco en silencio, la historia de un país que poco a poco ha ido quedando renegado al olvido. Comenzó a escribir en el año 41. “Fue de una manera muy natural, por una carta que le escribí a mi padre y lo convencí de algo. Por eso empecé a escribir. Aunque, pensándolo bien, pienso que desde que nací escribí en mi imaginación. Cuando yo veía algo, o soñaba con eso, empezaba a pensar, como cuando vi el aeroplano de Lindbergh, sentí que era como un pájaro, que podía ser también una araña, porque no estaba distanciado de mí el cielo de la tierra. Esas son las vivencias que en el fondo lo forman a uno, son las vivencias que construyen el libro, que nace como nace un árbol, un río o una fuente. Escribir se me dio porque fue una situación de seguridad para mí ver que, a través de la palabra, yo podía dar lo que siempre imaginaba, la imaginación siempre unida al pensamiento porque el pensar, aunque sea grande, necesita de la imaginación. Su vida ha estado marcada de encuentros fortuitos, como el de su marido, a quien tuvo presente desde muy niña cuando lo escuchó por vez primera en la radio: “Por eso yo creo más en la sorpresa que en lo que uno planea, como creo también que lo más importante de escribir no está tanto en el libro como en el lector, es él quien le da vida al libro, que es pacífico. Cuando cae en manos de un lector, se constituye en río, en fruto para el lector y vive.”

Un espacio colmado de memorias
Nacida hace 80 años entre las esquinas de Balconcito a Truco, la escritora rememora también los momentos difíciles, como cuando perdió a su madre: “Fue una sorpresa porque yo estaba en una fiesta cuando vinieron a decirme que mi madre había muerto. A mí todo se me da así en la vida, por eso vivo asombrada frente a lo real, porque siempre es distinto y si no aprecias lo real y no llegas a lo hondo de lo real, no descubres lo otro. El problema es que siempre nos quedamos con la superficie y no penetramos, como cuando se penetra en el mar o en un viaje, porque en lo real está lo que buscamos”.

―Su casa, ¿qué recuerdos importantes atesora, qué experiencias de las que se haya nutrido su vida como poeta?
―Bueno, la importancia de una casa está en la manera como una la trata, en la vinculación que existe entre la casa y tú misma. Esa unión de la casa contigo es lo que va a originar que ella sea grata y que retenga muchas memorias. Una vez vinieron unos espiritistas y dijeron que esta casa estaba poblada de gente. ¡Claro!, y cómo no va a estar poblada de gente. Y ellos decían, “Pero es que son muertos”, y yo les respondí que por qué no, que cuál es el problema si está poblada de memorias de gente que ha desaparecido: la memoria de Ida y Elsa Gramcko, la de Carlos Eduardo Puche, la de Alejandro Otero, la de Guillent Pérez, porque ellos vivían metidos en esta casa. Hay otros que no se han ido, como Mercedes Pardo, su presencia está aquí en sus cuadros y Elisa Lerner, mi gran amiga a quien siempre he admirado muchísimo. Entonces, una casa se hace de acuerdo a las necesidades y al amor que uno sienta por las cosas. La mía es sencilla, sin lujos, pero todo lo que ves aquí ha sido puesto con intensidad, con respeto y amor a los que te lo dieron. Y conservo los árboles, porque fue en Puerto Cabello donde aprendí a ver el mar, el río, y a sentir la naturaleza, que me parece extraordinaria. Entre Alfredo, que era un creador y un hombre inteligentísimo como no he visto a nadie ―todo lo que ves aquí es hecho por él― y yo, pudimos hacer algo. Para mí esta casa está cargada de vida.

―¿Como se convierte esa ausencia en libro, en palabra?
―Por amor, que es fundamental. El amor como vinculación de uno y lo otro. Yo he sufrido mucho, primero la pérdida de mi madre, después vivir con mi abuela una situación muy precaria porque ella estaba muy enferma, pero creo que solamente por el motivo de existir uno tiene que alegrarse, porque mis condiciones monetarias nunca fueron óptimas, sin embargo me conformo. El poder me parece una cosa fuera de lugar. Sucede que en realidad todo el mundo busca la permanencia y la permanencia la hace casualmente lo pasajero, lo fugaz, porque si no hubiera eso, no hubiera permanencia, sino una cosa pareja donde no se unen esos contrarios. Dentro de uno hay un absoluto que yo llamo el Ser que no tiene referencias formales. Me explico, si eso verdaderamente se llega a sentir, el problema cambia porque uno comprende el problema de las transformaciones, el de la incomunicación, el de tantas cosas, y eso le cambia a uno la vida. Ese sentimiento o esa totalidad sentida con parte de la sangre, con la existencia y con todo.

La permanencia de lo fugaz
―Su último libro publicado, Del río hondo aquí, ¿de qué se nutre?
―Del asombro ante aquel río de San Esteban, de esa naturaleza, también de mis visiones. Cuando las tengo, todo me cambia, se me hacen como blancas las paredes. Me sucedió con el terremoto de Cumaná, presentí el terremoto y después vi el mar, la playa, y en seguida se me fue la sensación. No había terminado de volver a la realidad, cuando sonó el teléfono, era para avisarme del terremoto. Y eso me ha sucedido desde pequeña. Mi tía, que era muy religiosa, me decía que yo era una privilegiada de Dios por ese poder. Yo a los tres años sabía que mi madre se iba a morir y no podía jugar con nadie que fuera huérfano porque me ponía a llorar, sabía que mi madre se iba a morir. Tengo un libro que se llama Árbol del oscuro acercamiento que habla de la muerte como transformación de lo finito a lo infinito, que empecé a escribir en el año 80 y trata el tema de la muerte.

―¿Por qué el árbol como símbolo de la muerte?
―Un día estaba pensando por qué había puesto la imagen del árbol como muerte, y pensé en Alfredo, que era un hombre muy rico espiritualmente y creaba mucho. En mi inconsciente, Alfredo tenía la figura de un gran árbol, yo intuía que él se iba morir. La muerte siempre ha estado presente en mi obra desde que comencé a escribir. La gente teme a la muerte por miedo a desaparecer porque, como dijo Platón, el hombre ama lo que busca y lo que no tiene, ama la inmortalidad porque no la tiene, ama a través de la recreación, de dejar una huella.

―Y usted ¿teme desaparecer?
―No, además cuál es el problema que yo desaparezca si no soy nadie, yo soy algo que me empuja y eso no desaparece. Es como en Del río hondo aquí (Diosa Blanca, 2000), libro que tomé como imagen del Ser, porque el Ser está arraigado en todo, es lo que existe, lo más real. La muerte es una parte de la vida que cambia. Por ejemplo, cuando a una estrella la choca un aerolito y la vuelve migajas, esa es una desaparición de las cosas, pero en realidad no es que desaparecen sino que están en su estado primario que es el Ser. No es fácil, porque son visiones que vas extrayendo de cuando estabas chiquita, de cuando te estabas formando. Cuando yo era pequeña veía el cielo como algo alcanzable, como que lo podía tocar. Entonces, la muerte es algo natural y en Árbol del oscuro acercamiento hay ese acercamiento a lo infinito. Fíjate que el entierro es un intento desesperado por la permanencia, esa es la huella. Y el hombre debe darse cuenta que no es héroe.

Los dictados iluminadores
―¿Cuánto tiempo le tomó escribir un libro tan extenso como Del río hondo aquí?
―Ese libro me empezó como en el año 81, pero yo sentía que no estaba muy preparada interiormente, entonces le dije que me esperara, que creciera más, que yo no lo iba a abandonar, porque yo hablo con ellos. Después de eso a mí me vino algo que se relaciona con la idea de que los opuestos como tal no pueden existir, por la sencíllisima razón de que en el Ser no puede haber opuestos, porque si los hay deja de ser Ser. Casualmente, el hecho de que no existan los opuestos da la posibilidad de los cambios, de la transformación, porque se integran las cosas, como la vida con la muerte. Eso cambió mi vida, pero tuve que despojarme de todo para poder escuchar ese dictado.

―¿Son esos dictados una constante en su proceso?
―Sí, desde que me levanto, es algo que no puedo dominar. Cuando algo me afirma eso, es otro asombro, y un descanso también. Y eso está planteado a todo lo largo del libro, porque es todo una visión, un planteamiento, con varios capítulos donde está el agua, la corriente, la permanencia, lo inestable, la palabra. ¿Por qué la palabra? ¿Por qué puedes decir Árbol del oscuro acercamiento? Porque ninguna palabra se opone a otra, es decir, el acercamiento no se opone al árbol, ni el árbol al acercamiento, entonces nacen las imágenes. Reverdy decía que la imagen son dos realidades que se acercan, y no solamente se acercan, se unen. Una imagen es la unión de dos palabras que crea una realidad común.

―¿Cómo llega a estas conclusiones?
―Me ayudó mucho Platón y Hölderlin, cuando este último dice que los poetas fundan la permanencia con la palabra, y aunque la palabra pasa, funda, y ¿qué ha hecho por ejemplo la Iliada, sino sostener una permanencia de lo fugaz?

―¿De qué trata Ráfagas del establo, su libro en proceso?, ¿qué temas aborda?
―Es sobre el alma, el abismo, el caos y la nada, que están dentro del hombre, porque uno piensa y siente a la vez.

La conversación llega a su fín, luego de innumerables historias, con una definición sobre el paisaje, que ilustra definitivamente la voz y la imaginación de la poetisa: “El paisaje es en el fondo un reflejo de lo que llevamos dentro. Hay gente que ríe aunque tenga un paisaje lúgubre adentro, entonces esa risa no puede ser verdad porque si tú tienes un paisaje enterrado, es preferible que muestres la tristeza a decir que no tienes dolor, es más sincero. Entonces sale un paisaje oscuro pero verdadero, y lo verdadero es bello”.

Papel Literario de El Nacional, 01 de diciembre de 2001.

 
 
 
Se publica con autorización de la autora.
 
 
 
 
fotografía: Wilfredo Carrizales

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