Moraima Guanipa: “Escribo y esa escritura es en presente”. María Antonieta Flores

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Moraima Guanipa es poeta, ensayista, periodista y docente de la Universidad Central de Venezuela, con Maestría en Literatura Venezolana (UCV), ha publicado los poemarios Bogares (1998, mención en el Premio de Poesía «60 Años de la Contraloría General de la República», organismo que editó el poemario en su fondo editorial), La jaula de la sibila (2002), y las plaquettes Ser de agua (1997), Voces de Sequía (1999), Bodegón (2011). Es autora del libro Hechura de silencio. Una aproximación al Ars Poética de Rafael Cadenas (2002) y de un número no calculado de reportajes y entrevistas que han quedado en las páginas de periódicos y revistas.

Su voz construye un presente vinculado a la memoria, la palabra, las manifestaciones artísticas de la cultura occidental, lo cotidiano. En voz baja e íntima, crea una sensible textura a partir de una mirada fiel a sus intereses vivenciados.

Toda escritura es una seducción puesta en escena, y la escritura de Moraima Guanipa no es la excepción: «Regálame esta línea. / No pases la página, / quédate.» Esta seducción posee una fuerza que proviene de la socavación y del dolor, ese que se plasma en este verso: «Enhebro el silencio en punto de cruz». Su poesía es producto de la tensión entre sentimiento y mirada. Es ese el espacio para un poema como «Té, café, chocolate», texto emblemático donde lo cotidiano se enerva con la magia de la intención secreta, con «el oficio de saborear / la vida / encerrada en los aromas». Y esto, inevitablemente, la lleva a la palabra como destino y a la elaboración que de ella hace al evocar e invocar la imagen de la sibila en su libro editado en 2002.

A continuación, el lector encontrará claves sobre su concepción de la escritura poética, la escritura de poetas mujeres y reflexiones sobre aspectos culturales que a todos atañen.
 
 

I

—¿Cómo llega el poema?
—El poema viene por distintos cauces. Algunos vienen amarrados a una suerte de proyecto, de plan de escritura, bien sea temática, bien sea por la recurrencia de algunas imágenes o ideas que alimentan el decir. Es así como van surgiendo voces, imágenes, palabras que lentamente conforman eslabones de una cadena que antecede el poema. Pero, las más de las veces, el poema sucede, irrumpe. Llega en una sensación, un pensamiento o en una voz interior que (se) revela y rebela, un instante en el que una suerte de voz secreta dicta una palabra, ofrece una imagen, dibuja un verso apenas. Esa “voz” indefinible, inaprehensible que como diría Aristóteles, refleja “los símbolos de los estados del alma”, es el punto de partida para un dictado mental. Y a partir de allí se desencadena el decir. Y si no te detienes en ese latido, pierdes el poema, éste se escabulle, lo pierdes para siempre. Apenas te deja una sensación, desvaído recuerdo de una potencia perdida. Por eso valoro ese suceder, esa irrupción, ese relumbrón de lo no dicho que se asoma. Por la forma cómo llega el poema, bien como la escritura sometida a un proyecto temático o en el pálpito de lo inesperado, el trabajo también atiende a estos ritmos. Con esto no quiero decir que todo en la poesía es espontaneidad y asombro de lo inesperado. Si bien ese impulso, esa imagen o esa voz que es asalto, pasa luego a ser trabajada, sostenida y mantenida por la labor artesana que exige la escritura y su rigor. Esa expresión que luego pasará a un plano más racional, a un ejercicio, a un trabajo que exige y supone la disciplina de la expresión y del decir.

—¿Desde cuál lugar se escribe, se escribe desde un único lugar?
—No siempre se escribe desde un único lugar. En ocasiones el poema es historia, en otros reflexión o autorreflexión; otras más, interrogante. La poesía es el lugar de las voces y éstas demandan y construyen un locus, un lugar y lugares distintos. ¿Mis lugares en la poesía? La duda, la otredad que somos y que habla por nosotros.

—¿Desde cuál tiempo se escribe, se escribe desde un único tiempo?
—El poder de la poesía quizás radique en su capacidad para hablar desde el aquí y el ahora, pero igualmente para proyectarse más allá de una temporalidad específica o de una alusión epocal. Escribo y esa escritura es en presente.

—¿Símbolo, metáfora o imagen en su poesía?
—Aunque no siempre lo consigo, creo que la escritura poética es la sutileza del decir no diciendo, una suerte de decir oblicuo: el velo de la palabra, el misterio que tienta y reta a la interpretación. El poder comunicativo de la poesía, del decir poético radica precisamente en esta capacidad para dar lugar a imágenes, figuras y sentidos diversos, alimento de lo simbólico, de aquello que no diciendo explícitamente, dice. La poesía, ese “lenguaje dentro del lenguaje”, ese desvío de la lengua, como le han llamado algunos estudiosos, encierra su potencia en su capacidad simbólica, en su condición metafórica y en la fuerza de una imagen que nunca resulta unívoca. Para mí, símbolo, metáfora e imagen buscan ser uno en el poema. Vamos tras esto, trabajamos incansablemente por conjugarlos en la expresión. Lenguaje trastocado, cambiado, así como la metáfora, así la poesía. Ésta es poder y sumisión de la palabra que se nombra, pero terminamos rendidos a su misterio. Ella, la metáfora, marca el compás, es misterio porque escribimos desde la perplejidad, no desde la certeza. Para Aristóteles, la metáfora no es ornamento, afeite, sino instrumento de conocimiento, o como dirían otros una manera de ver la realidad. ¿No es así la poesía?

 
 

II

—Desde la década de los ochenta, la crítica señala —como si de un fenómeno se tratara— la eclosión de voces femeninas que han marcado un hito expresivo y poético sobre temas como el cuerpo, el aborto y la maternidad, el deseo, el sexo, la autorrepresentación y el lugar cultural que se asignan en el mundo. En su criterio, ¿hay un boom de la literatura escrita por mujeres y qué opina al respecto?
—Creo que más que de un boom de la literatura escrita por mujeres, lo que hubo fue una suerte de constatación, por parte de algunas voces de la crítica, de la presencia y persistencia de mujeres dedicadas al decir poético, con obra y trayectoria reconocida. De allí quizás ese carácter de “fenómeno”, de novedad que se le dio a esta presencia. No obstante, este es un hecho que no puede verse aislado del contexto del país y sus procesos modernizadores que a partir de la segunda mitad del siglo veinte impactaron en diversas esferas de la vida nacional, incluyendo la decisiva y masiva incorporación de las mujeres en todos los campos de la vida nacional. Los años ochenta dan cuenta de esos cambios sociales que en el plano de la educación y el mercado laboral expresaban la presencia masiva de las mujeres en ámbitos incluso poco transitados. La escolarización, la educación —en especial universitaria— sirvieron de camino para hacer posible esta incorporación de las mujeres, de ejércitos de mujeres en el campo laboral, en el artístico y en el intelectual. Fue un proceso lento que naturalizó la presencia y condición de la mujer como creadora, en igualdad de condiciones que los hombres. Desde esa perspectiva puede entenderse que para algunas voces de la crítica y de quienes aportaron en su momento panoramas del quehacer literario nacional, pienso en José Ramón Medina, por ejemplo, y su Noventa años de literatura venezolana (Monte Ávila Editores,1993), el reconocimiento de las voces femeninas en la creación literaria y en la poesía no podía pasar por alto. Medina, por ejemplo, reconoce dos líneas para la poesía de los años ochenta: la que denominó “generación o promoción del 58 o del 60” y en sus palabras “la aparición, en apretadas filas, de un verdadero ‘ejército’ de mujeres que escriben poesía, de muy significativo nivel creador” (p. 331). Y eso no ha dejado de suceder ni se ha detenido.
También se trató de una presencia femenina en la creación literaria, desde la narrativa, pasando por el ensayo, la dramaturgia y hasta la poesía, que no fue el resultado de oleadas aisladas o de voces singulares, que las hubo, y en cantidad y en calidad, sino de voluntades creadoras que sistemática y tenazmente asumieron lo literario como un quehacer, como un oficio, si se quiere, como una tarea que en algunos casos no sustrajo a las mujeres de su propia condición personal y ciudadana. Por eso digo que más que una eclosión fue la constatación de lo que los signos de los tiempos venezolanos habían traído consigo.

—¿Qué se siente formar parte de un boom dictaminado por otros?
—Una cierta incomodidad, puesto que el término boom alude a estallidos o eclosiones que por lo general también suponen una suerte de momento transitorio y, para el caso de la producción poética de las mujeres venezolanas en el tránsito del siglo veinte al veintuno, creo que se trata más bien de un hilo que es el resultado de un abono de décadas de trabajo y constancia. Si bien la mirada canónica tiende a marcar hitos en el devenir y en la mirada temporal, yo más bien me reconozco parte de un coro de voces y de creaciones que también tiene presente los legados de una tradición literaria heterogénea, que viene de más atrás y a la que quizás todavía se le deban estudios más detenidos para encontrar precisamente esas filiaciones y rupturas que, por lo general, marcan el campo de lo literario. En todo caso, si para otros somos parte de un boom, bienvenida sea esta constatación de existencia. Ya era hora ¿No?
 
 

III

—En su escritura, es indudable que la década de los 60 y los 70 ha influido como una circunstancia inevitable, ¿percibe la presencia de los discursos de esas décadas en su poesía? ¿Cuánto de su sensibilidad y escritura poética está en deuda con estas décadas?
—Los años sesenta y setenta fueron las décadas de mi infancia y adolescencia (nací en 1961), pero sin duda me marcaron a fuego por todo lo bebí en referencias vitales, en recuerdos y vivencias heredados de una familia que, en mi caso, fue numerosa y dada a las historias. Fueron los años que en lo sociocultural y político estuvieron llenos de cambios: la guerrilla; los movimientos hippie y de “liberación femenina”; el Mayo del 68; la conquista del espacio y la llegada del hombre a la Luna. Hablo de acontecimientos que expresaron tendencias y climas culturales que sin duda marcaron los discursos de esos tiempos. Me siento cercana a esos momentos en los que las voces femeninas asumieron la independencia y el rescate de su corporalidad. De alguna manera eso está presente en mi escritura, bien como afirmación, bien como tema. Además están presentes las aspiraciones utópicas que en esos tiempos no sólo cantaron el “paz y amor”, sino también “la imaginación es el límite” y los impulsos utópicos que desde la izquierda pugnaban por la superación de la dependencia, en fin, impulsos libertarios y liberadores que se expresaron igual en un cierto espíritu de resistencia y rebeldía que surgieron luego de la caída de Allende en Chile y el inicio de ese período negro de las dictaduras del Cono Sur, así como en un sentido propiamente latinoamericano. Creo que todo ese clima político y cultural me acercó no sólo al llamado Boom de la Literatura Latinoamericana (García Márquez, Vargas Llosa, etc.), sino también a un momento en el que el decir se llenó de la calle, de la noche, de la prosa. Esas referencias me habitan hasta ahora.

—Dieciséis años después, ¿qué características, por lo menos cinco, podría señalar de la década de los 90?
—Sería muy difícil responder con cinco características para los 90. Crisis sería la palabra que mejor define esa década. Crisis en sus más diversos órdenes: político, económico. Los años 90 se abrieron para el país con una intentona golpista (4F, 1992) que al final logró sus objetivos por la vía electoral, con la llegada de Hugo Chávez, uno de los militares golpistas, a la Presidencia de la República en diciembre de 1998. En lo político también supondría el desprestigio de los partidos políticos y el desengaño popular ante lo que se percibía como el debilitamiento de la capacidad del Estado y del sistema democrático, para proveer beneficios y garantías a la población. En lo económico, el país entró en una espiral crítica con situaciones de inflación y aumento en el costo de la vida, además de las dramáticas bajas en los precios petroleros. Esto sin contar con la debacle bancaria de la segunda mitad de esa década. Todo ello sería el cóctel de un clima de crisis que acabó con los sueños y (auto) engaños de la Venezuela mayamera.

—¿Cuál sería la importancia y la relevancia estética que distingue la década de los 90, una década finisecular? ¿Se fraguó algo que la distinga de las otras décadas?
—Creo que la última década del siglo XX venezolano supuso en la literatura una reafirmación de las grandes voces de la poesía, la cuentística y la novela, pero también la aparición y consolidación de nuevas voces. Esa década sirvió, diría, como bisagra, entre el final de un siglo y el inicio de otro. La idea de finisecularidad se vivió no como el fin de un ciclo, sino más bien como un momento de transición que permitió recoger lo realizado y anticipar lo que vendría. Dos grandes nombres de la poesía permiten ilustrar lo que digo: los 90 se abren con el Premio Internacional Pérez Bonalde de Poesía, ganado por el maestro Rafael Cadenas, con Gestiones (1992). Eugenio Montejo, por su parte, publica y suma títulos, con sus heterónimos Sergio Sandoval y Tomás Linden. Cabría destacar de esos años el inicio y realización puntual de eventos que marcaron la difusión tanto de las figuras más reconocidas de la literatura como de las nuevas voces: la Semana Internacional de la Poesía y la Feria del Libro, por sólo citar dos de los más destacados. Hubo entonces la apertura de espacios de encuentro y difusión de los poetas y sus trabajos, lo que permitió acercar al público a un quehacer que, por lo regular, estaba reservado a espacios reducidos y grupos. Si tuviera que resumir esos momentos con una palabra esta sería: pluralidad.

—En el siglo XXI, ¿cómo aprecia el desarrollo de su escritura dialogando con procesos políticos, económicos, relacionales y ambientales que no se avizoraron en el momento cuando comenzó a publicar?
—Difícil. Debo decir que estos años han supuesto dramáticos y no siempre positivos cambios en lo político, económico y lo cultural. De hecho, las acciones del gobierno en funciones de Estado estuvieron marcadas desde sus inicios por la imposición de una nueva institucionalidad cultural, que incluso en algunos casos supuso no ya la eliminación de lo existente (museos, instituciones culturales), sino la creación de instancias y espacios institucionales paralelos. El clima cultural también fue impactado por los reiterados intentos que desde el gobierno supusieron el desconocimiento del “otro”, al que identificaban como opositor. Por esa vía desaparecieron instituciones, se restringieron y eliminaron mecanismos de apoyo para la difusión y publicación de los autores, así como la aplicación de criterios de discrecionalidad en el manejo de los recursos e instituciones. Los cambios introducidos desde el poder cultural supusieron la desaparición y la asfixia de instituciones, así como la imposición de mecanismos paralelos presentados como reinvenciones: nuevos eventos, marcados por criterios de exclusión. En lo personal estos tiempos han representado un momento de reafirmación de mi condición ciudadana y de reivindicación de los valores cívicos que permiten asumir la ciudadanía como un espacio de resistencia frente a la demagogia, el abuso y la propaganda. Ya la simple existencia es resistencia. Pero en lo creador también ha supuesto tiempos de refugio y silencio. Pongo la escritura y la creación a resguardo, sin que en ocasiones no la viva con mucho de marasmo en medio del estupor y la indignación de quien vive un tiempo de exilios interiores.

—En Brazil (1985), Terry Gilliam representa un futuro marcado por el terrorismo y en el siglo XXI se ha comprobado en muchos sentidos la certera visión de 1984 de George Orwell (incluso utilizada de manera mediática por el totalitarismo que criticaba el autor), en este contexto apocalíptico y distópico, cómo percibe el país, los conflictos nacionales y mundiales, el terrorismo?
—Usaré la imagen del ideograma oriental de la palabra crisis: peligro inminente y oportunidad única. Esa dualidad dialéctica quizás sirva para comprender este tiempo de amenazas y oportunidades. Los conflictos étnicos, multiculturales y religiosos están a la orden del día, con la misma fuerza y latencia que sus expresiones extremas y globales: el fanatismo, el fundamentalismo religioso; el terrorismo con alcance global y de impacto masivo. El odio, el “portero atroz” del que hablaba Rafael Cadenas, ha alcanzado cotas y expresiones cada vez más dramáticas con una colección de imágenes transmitidas casi en directo como si tratase de un espectáculo televisivo: la invasión a Irak; el ataque a las Torres Gemelas (11-S) o al metro de Madrid; las ya casi cotidianas acciones de atacantes suicidas en diversos puntos del mundo. A este cóctel cabría agregar el debilitamiento de los modelos democráticos con la aparición de gobiernos que, aun llegados por la vía electoral, alcanzan el control autoritario e incluso totalitario de sus sociedades. Sumemos también la penetración de la delincuencia en sus expresiones mundializadas y en un arco que va del narcotráfico, pasando por las mafias hasta la corrupción y el delito organizado. ¿Y qué decir de la pobreza convertida en un agujero negro en las realidades nacionales y que condena a las grandes mayorías al pago forzado de una vida precaria? ¿Y el medio ambiente, con las dramáticas transformaciones que los procesos de explotación e industrialización han generado efectos irremediables como el cambio climático? Pero, ante todo este panorama, surgen escenarios para el optimismo prudente: mayor consciencia y vigilancia medioambiental; desarrollo y consolidación de un sistema de defensa de los Derechos Humanos; nuevos y renovados impulsos ciudadanos por la vía de la expansión tecnocomunicativa y las redes sociales; las nuevas posibilidades que se abren desde la ciencia y el conocimiento. El doloroso aprendizaje de sociedades enfrentadas al reto de la convivencia con los otros, en una tensión siempre difícil, también nos deja lecciones de encuentro y posibilidad, en un presente siempre frágil. Y la creación, el arte, como esperanza, como ese gran consuelo del que hablaba Ernst Gombrich. Pienso en lo que dijo Tzvetan Todorov hace unos años: «La belleza salvará al mundo. La frase de Dostoyesvski nunca ha resultado tan actual. Porque cuando tantas cosas van mal a nuestro alrededor es cuando hay que hablar de la belleza del planeta y del ser humano que lo habita».

—En el siglo XXI, adquirieron relevancia las ideas de inclusión y exclusión, para designar una serie de conductas marcadas por la discriminación de cualquier tipo y por la obligación de incorporar aquello que se excluye para subrayar más su carácter de excluido, ¿cuál es su opinión sobre esta dinámica de la inclusión y la exclusión?, ¿cuáles son los aspectos más excluidos en nuestra cultura, según su criterio?
—Sobre la dinámica de la inclusión y la exclusión creo necesario tomar distancia del entusiasmo que encarnan las buenas intenciones y los “mandatos” inclusivos que supondrían, inicial e idealmente, un reconocimiento del “otro”. Digo esto, porque ciertamente las corrientes del multiculturalismo y la aceptación de la diferencia parecieran ser salvoconductos para la convivencia, pero igualmente acarrean lo que se ha dado en llamar “discriminación positiva”. Es un nosotros que reconoce al otro desde su propia diferencia. Como bien advierte Néstor García Canclini, debemos estar alertas ante “el relativismo exacerbado de la “acción afirmativa”. Y cito más en detalle a este autor en uno de sus libros Diferentes, desiguales y desconectados (2006): “Cumplir con las cuotas —de mujeres, de afroamericanos, de indígenas— al ocupar las plazas, pueden volver insignificantes los requisitos específicos que hacen funcionar las instituciones académicas, hospitalarias o artísticas. La vigilancia de lo políticamente correcto asfixia, a veces, la creatividad lingüística y la innovación estética”.
¿Cuáles son los aspectos más excluidos en nuestra cultura? Podríamos destacar los avances de una sociedad que, como la venezolana, históricamente ha luchado a favor del igualitarismo, no ha dejado, sin embargo, de mantener ciertas expresiones de un clasismo que nuestra sociedad enmascara con un pretendido reconocimiento declarativo de la igualdad. Sumaría también las expresiones racistas y hasta la xenofobia presente en nuestra relación cotidiana con los “otros”. Hace tiempo entrevisté a Teun Van Dijk, una autoridad en el análisis crítico del discurso, quien señalaba que el peor racismo es el que no se reconoce. Y lo ejemplificaba con la expresión de aquellas personas que suelen decir: “yo no soy racista, pero…”, lo que enmascara la carga de diferencia e incluso rechazo hacia otras personas. Por otro lado, también están los rasgos de una cultura machista que, pese a los innegables y plausibles avances en términos de reconocimiento del papel de la mujer en los distintos ámbitos de la vida social, se expresa en diversas formas. En los últimos años también se ha impuesto y hasta legitimado en ciertos discursos emanados desde el poder la separación entre un “ellos” y “nosotros” a partir de las opciones político-partidistas, tal diferenciación ha escalado a niveles verdaderamente preocupantes, puesto que ha llegado incluso a validar ominosas acciones y hechos de exclusión, expresados en despidos, persecuciones. Hoy asistimos, en diversos ámbitos de la vida pública, a un mapa de instituciones, de espacios de la cultura que resultan ajenos, extraños, según la orilla en la que nos ubiquen(mos).
 
 

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Comments

  1. elena reyna feil horendrig - domingo 15 de mayo de 2022 @ 2:47 pm

    una reflexión muy lúcida…….no conocía esta escritora…la buscaré para leerla…muchas gracias …..

  2. Cruz Anibal - domingo 17 de septiembre de 2023 @ 5:53 pm

    Muy interesante y profunda la percepción que se hace de la poesía, Moraima deja ver claramente el vínculo entre su creación y la realidad contextual que la rodea, siempre en términos de un presente actual, pero interconectado a las proyecciones epocales, hacia el futuro e incluso el pasado. Su sentido crítico de la realidad, tiene un origen genealógico, la década de los sesenta del pasado siglo XX, dónde se originaron los mayores referentes de cambios que ejercen influencia en su cosmovisión a nivel político, cultural y social.

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